domingo, 27 de marzo de 2022

Una conversación pendiente: sobre "cancelaciones", espacios seguros y el punitivismo de izquierdas (versión extendida)

Versión original publicada en catalán en la revista Catarsi Magazin
Versión en castellano publicada en El Salto

Es indiscutible que las redes sociales han ofrecido un altavoz privilegiado a colectivos que habían sido previamente ignorados y silenciados, personas a quienes no se había conferido "autoridad semántica", la posibilidad de participar activamente en el debate público y formar parte del proceso mediante el cual dotamos, colectivamente, de sentido a las cosas. Tomándolo así parecería tremendamente empoderante, incluso revolucionario.

Sin embargo, debemos tener presente que un llamamiento a expulsar y condenar al ostracismo a una persona con presencia en los medios o las redes puede dar pie a resultados muy diversos, que dependerán de variables difíciles de prever y de una determinada correlación de fuerzas: la efectividad o repercusión de la “cancelación” dependerá en buena medida del poder, influencia o capital social de que disponga esa marca o persona, y del poder que posean, colectivamente, quienes le cancelan.

Aunque podamos sentir la tentación de exclamar que “la cultura de la cancelación no existe” para no legitimar narrativas victimistas por parte de sectores ultraderechistas, que parecen confundir deliberadamente la libertad de expresión con la impunidad y la absoluta falta de consecuencias, lo cierto es que existen una serie de interrogantes éticos y políticos que deberíamos abordar, con una mirada crítica, desde la militancia de izquierdas. Los algoritmos de las principales redes sociales están diseñados para generar el mayor “engagement” posible a través de la controversia, la crispación y la inmediatez, a través del bombardeo de imágenes y mensajes descontextualizados, ¿acaso crean estos las condiciones más adecuadas para que podamos sopesar, frente a las denuncias y acusaciones públicas, una respuesta que sea proporcionada, justa y constructiva, y que proteja efectivamente a las víctimas?

¿Qué sesgos implícitos pueden entrar en juego? ¿Siguen siendo aquellos agresores poderosos e impunes frente a la justicia (Weinstein, Cosby, Spacey) los principales blancos de los linchamientos en redes, como veíamos durante la emergencia del #MeToo? Cabe preguntarse en qué medida la llamada “cultura de la cancelación” refleja y refuerza expectativas sociales desiguales; es decir, varas de medir y estándares de buen comportamiento que pueden variar en función del género, la raza, la sexualidad o la afiliación política de los señalados. ¿Se “cancela” a todo el mundo por las mismas razones? ¿Depende siempre la brutalidad del escarnio de la gravedad de los hechos?

A lo largo de este texto voy a exponer diversos ejemplos con el fin de ilustrar y argumentar hasta qué punto hemos convertido las denuncias y cancelaciones rutinarias en una distracción estéril y autodestructiva, en un espectáculo que consiste en monitorizar y castigar especialmente a quienes tenemos más cerca (tanto ideológicamente como a nivel de recursos materiales), a quienes sí podemos hacer daño, como una forma de obtener por fin un triunfo, de desahogar la impotencia acumulada por no poder abolir las estructuras e instituciones que nos violentan.

Me propongo abordar esta cuestión desde una perspectiva feminista, antipunitivista, antiesencialista y priorizando el enfoque restaurativo frente al modelo de justicia tradicional (retributivo). Sostengo que las dinámicas de la “cancelación” no pueden entenderse como una forma de justicia restaurativa o reparativa, dado que no se contemplan soluciones ni guías de acción más allá de lo estrictamente inmediato, del ostracismo. Más allá de esperar que la persona linchada se reeduque gracias al aislamiento y la deshumanización, algo que suele surtir el efecto contrario al deseado, y que imita la lógica del punitivismo carcelario. Esto se vuelve especialmente contraproducente a nivel político cuando a la lista de “expulsados” también añadimos a quienes lleva años de trabajo y militancia honesta a sus espaldas, pero han podido hacer comentarios ofensivos o cuestionables en el pasado.


MeToo, cultura de la cancelación y “call out culture”

Para abordar esta cuestión con los matices que requiere, será necesario establecer distinciones, en concreto entre los términos "MeToo", "call out culture" y "cultura de la cancelación", que suelen emplearse indistintamente.

El movimiento #MeToo se planteó como un último recurso, como un esfuerzo colectivo por contrarrestar la cultura del silencio, la normalización y la connivencia frente a la violencia sexual, por crear espacios donde las víctimas de acoso, abuso y agresión sexual, voces previamente estigmatizadas y cuestionadas, objeto de hostilidades y sospechas, pudieran recibir apoyo, escuchar testimonios que resonaran con su propia historia y les permitieran comprenderla mejor, así como desaprender la vergüenza y la culpa asociadas a la condición de víctima o superviviente. El gesto de aportar nombres y apellidos surgió con el propósito explícito de quitarles impunidad a aquellos agresores influentes y poderosos que, precisamente debido a su capital social y económico, a su estatus, habían podido esquivar a la justicia ordinaria. Poco a poco, esto empezó a trasladarse a las redes sociales, a aplicarse a “influencers” y creadores de contenido que había abusado de su posición, de su autoridad, para agredir y acosar sexualmente con absoluta impunidad, principalmente a seguidoras jóvenes e impresionables.

Incluso en aquellos casos en los que no estemos hablando de agresiones, sino de comentarios ofensivos o conductas reprobables que algunas figuras públicas puedan haber expuesto o llevado a cabo, creo que es perfectamente legítimo (e incluso necesario) que como espectadores podamos analizar críticamente, desgranar, argumentar por qué estos comportamientos han podido ser problemáticos: qué clase de ideas, imaginarios o prejuicios pueden estarse reforzando o promoviendo. Esa mirada crítica no es el problema. El problema comienza cuando cada equivocación esporádica y/o trivial (algún comentario que pueda tener implicaciones más o menos dañinas, un uso inadecuado de cierta terminología, una confusión conceptual) se convierte en una oportunidad para sentenciar, para poner en entredicho todo lo que esa persona es o puede ofrecer. Especialmente cuando estamos hablando de comportamientos que podríamos calificar de microagresiones (paternalismo, comentarios que hayan podido resultar cosificadores, que hayan podido desinformar o promover prejuicios), considero que es importante que no se atienda a casos puntuales, sino a patrones sostenidos en el tiempo. Creo que es mucho más constructivo centrarse en criticar el contenido, en confrontar las ideas que una persona pueda haber expuesto, que en demonizarla y presuponerle mala fe ante la duda.

Sin embargo, es perfectamente legítimo que una persona que te había apoyado, que había sido seguidora o suscriptora tuya, decida dejar de consumir el contenido que estás ofreciendo a raíz de algunos de tus posicionamientos ideológicos (o algunas de tus conductas). Personalmente, considero que es saludable estar expuesto a opiniones con las que puedas estar en profundo desacuerdo, para evitar sumirte en una cámara de eco, para poder confrontar los auténticos argumentos del otro en vez de caer en caricaturizaciones, pero siempre es legítimo trazar líneas rojas. Uno puede elegir qué vídeos consume, a quién apoya. Hay quienes puntualizan que en esto consiste realmente "cancelar", y que lo que a menudo llamamos "cultura de la cancelación" sería en realidad "call out culture", algo así como "llamar la atención sobre alguien", es decir, no solamente elegir a quién se apoya y a quién no, o argumentar por qué uno considera que ciertos comportamientos o comentarios ejercen una influencia negativa, sino pasar al linchamiento activo, al escarnio público; pedir (o incluso exigir) a otros usuarios que dejen de seguir a ese creador (e incluso denunciarlos públicamente si deciden no hacerlo), exponer a sus amigos y colaboradores, creando una cadena de señalamientos por asociación con el propósito de que estos se desmarquen del creador señalado originalmente. Hablo de "cultura de la cancelación" para que todos podamos entendernos, pero a lo que me estoy refiriendo a lo largo de este texto, y lo que considero que suele tener implicaciones éticas y políticas problemáticas, es esto segundo.

Uno de los problemas que suelen surgir cuando se expone públicamente a alguien (especialmente en espacios donde todo se lee y consume desde las vísceras, desde la inmediatez) es que las respuestas no siempre son proporcionadas, no siempre se sopesa o calibra correctamente cuál es la forma más justa de proceder, no suele existir una gradación (todo lo "malo" es igual de "malo") ni espacio para los matices; apenas se aportan detalles. Considero que los detalles son de vital importancia. Si se me dice que alguien ha tenido "comportamientos machistas", me interesa especialmente averiguar si estamos hablando de maltrato y agresiones sexuales, o de actitudes paternalistas o comentarios ofensivos. Si bien es cierto que cuando tratamos de analizar estas cuestiones en clave estructural, ningún comentario machista surge de la nada (bebe de una misoginia culturalmente arraigada e institucionalizada, de unas relaciones históricas, sociales y económicas que son el caldo de cultivo y el aliciente de la violencia machista), me parece relevante saber si estoy frente a una persona que ha hecho poco más que reproducir los discursos dominantes, pero con quien puedo debatir y hacer pedagogía, a quien puedo suponerle buena fe y concederle tiempo y espacio para evolucionar y retractarse, o de alguien que verdaderamente suponga un peligro para la integridad física o moral y/o la libertad sexual de otros, y a quien, en primera instancia, como medida a corto plazo, se debería expulsar de algunos espacios, priorizando la comodidad y la seguridad de sus víctimas, hasta llegarse al fondo de la cuestión. Si estamos hablando de los comentarios que alguien ha vertido en redes, me interesará saber si se trata de algo que ha seguido manteniendo o no, si ha actuado en consonancia con esos comentarios o no. En algunos casos, bastará con que el tiempo haya corroborado que, efectivamente, esos tropiezos no deberían definirle. Por eso son importantes los detalles; para calibrar una respuesta que sea lo más proporcionada y efectiva posible. Para que las medidas que se tomen no sean contraproducentes. Para que no se trate de simple ensañamiento.

La justicia retributiva pone el foco en el pasado; piensa en la transgresión cometida y propone una “venganza” a medida. Desde el derecho penal se suele concebir la justicia como la imposición de un mal (la pena) a cambio de otro mal (el delito). Desde los modelos de justicia restaurativa, sin embargo, se piensa en los cauces más adecuados tanto para reparar a la víctima como para prevenir la reincidencia, promoviendo la participación activa tanto de la víctima como del acusado, con el apoyo de la comunidad y de mediadores o facilitadores. No se suele hablar en términos de “castigo”, pero esto no significa que se exima de obligaciones y responsabilidades (asistir a terapia, realizar trabajos de voluntariado) al autor o agresor, sino que la respuesta o resolución no se centra en infligirle un mal para “contrarrestar” el que ha producido, sino en sopesar cuáles son las formas más efectivas de reeducarle y rehabilitarle, así como de reparar el daño moral de la víctima.

sábado, 26 de febrero de 2022

Masculinidad, trabajo y alienación capitalista

Transcripción, corrección y ampliación de este post de Instagram


Hay quienes sostienen que el movimiento de las mujeres, su acceso al mundo laboral, la revolución sexual de los 60 y 70 y el debilitamiento de la institución del matrimonio han "redistribuido" el capital erótico y económico, y que ahí radica el origen del malestar y la profunda frustración de los hombres contemporáneos, que se sienten desplazados y agraviados. Este planteamiento tiene algo de revisionismo y de relato fantasioso, pues como comenta bell hooks en El deseo de cambiar,
"Uno de los sentimientos patriarcales antifeministas que ha ganado terreno en los últimos años es la idea de que la mayoría de los hombres solían contentarse con esclavizarse en un trabajo sin sentido para cumplir con su papel de proveedores, y que es la insistencia feminista en la igualdad de género en el mercado laboral la que ha creado el descontento de los hombres(...) Sin embargo, los hombres ya expresaban sentimientos de fuerte descontento y depresión acerca de la naturaleza y el significado del trabajo en sus vidas. Este descontento no recibe la atención que reciben los trabajadores cuando culpan de su descontento con el mundo laboral al movimiento feminista." 
- hooks, b. (2021). El deseo de cambiar.

Es cierto, sin embargo, que antes cada hombre, en virtud de ser quien tenía la capacidad de mantener económicamente a la familia, tenía acceso o "derecho" a (la posesión de) una mujer, que aportaba a esa ecuación, por un lado, su sexualidad (una sexualidad que no era verdaderamente suya, pues estaba supeditada siempre a los tiempos y deseos de su marido -recordemos que el concepto de "violación marital" es muy reciente-, determinados a su vez por los mandatos de la masculinidad -los hombres siempre han interiorizado, a su vez, ideas muy rígidas acerca de lo que deberían hacer en la cama-) y sus labores reproductivas, de crianza y de cuidados. Esto podía aportarle al obrero una ilusión de control sobre su propia vida.
"La capa externa de la crisis de la masculinidad, la pérdida de autoridad económica de los hombres, fue más evidente durante los vientos recesivos de principios de los noventa, cuando la crisis del desempleo masculino se hizo cada vez más fuerte. El papel de sostén de la familia estaba siendo claramente socavado por las fuerzas económicas que llevaron a muchos hombres a un mercado laboral traicionero durante las "consolidaciones" y reducciones de las empresas. Incluso muchos hombres que nunca fueron despedidos, a menudo sentían el temor de que pudieran ser los siguientes, que sus puntos de apoyo como proveedores de recursos de la familia eran terriblemente inestables." 
- Faludi, S. (1999). Stiffed: The betrayal of the American man.

"La crisis del trabajo es la crisis de la masculinidad moderna. Porque el hombre burgués moderno es constituido y estructurado en su identidad, de manera fundamental, como hombre trabajador". 
- Trenkle, N., & Robinson, J. (2009). The rise and fall of the working man: Toward a critique of modern masculinity

El contexto social y económico ha cambiado al mismo tiempo que la subjetividad masculina ha permanecido prácticamente intacta: se ha seguido inculcando en los hombres la aspiración de ser el "breadwinner", soporte o cabeza de familia, y/o de ser un "empresario de sí mismo" con un vasto número de conquistas sexuales para probar su virilidad, se ha seguido implantando el mismo "entitlement" o creencia de que uno tiene derecho a obtener sexo por parte de las mujeres (que son deshumanizadas hasta tal punto que parece que existan principalmente para ser conquistadas, para que "se acceda" a ellas), y que el que una mujer decida no hacerlo supone un agravio, una falta. Porque parece que la mujer no está tomando una decisión que le ataña a ella, sobre su propio cuerpo, su propia sexualidad y su propia vida, sino que tiene en sus manos la posibilidad de permitirle al hombre adquirir o renovar su masculinidad. Ella, sin embargo, está siendo desposeída de toda cualidad particular, valorada sólo en tanto que símbolo (trofeo). Su poder es efímero y ficticio.

El feminismo se presenta entonces como una amenaza, perdiéndose de vista que ese rechazo sexual o romántico no se viviría con la misma desesperación de no ser por las expectativas de género, por el papel que se otorga al acto sexual en la configuración y el mantenimiento de la identidad masculina, y que, además, probablemente estos hombres no tendrían tantas dificultades para entablar relaciones sexoafectivas si no se alimentara un resentimiento y un desdén hacia las mujeres que suele convertirse en una profecía autocumplida: si no ves el relacionarte con mujeres como un fin en sí mismo sino como un preludio al sexo, eso te lleva a no interactuar de forma natural y genuina, sino siguiendo una serie de pautas o reglas (que crees que debes descifrar), esto te lleva a ser interesado (a esperar que tu amabilidad se recompense, no con amabilidad, sino con sexo), te lleva a ser brusco, insistente, invasivo, a estar a la defensiva, a tener una actitud arrogante y/o hacer "negging" (alabar a las mujeres a la vez que las menosprecias). Al comportarte de esta manera y no tener esa labia o carisma "natural", al querer jugar a juegos deshumanizantes que sólo llegan a "funcionarles" a unas pocas personas con facilidad para manipular, cada vez es menos probable que te lean como alguien con quien merezca la pena relacionarse.

Los incels sienten que son las mujeres las que, por capricho y banalidad, les han arrebatado (al rechazarles romántica o sexualmente) la posibilidad de afirmarse como hombres, de sentirse finalmente integrados, aceptados, incluidos. Ese rechazo femenino es lo que se aparece como la causa inmediata de su infelicidad. Como decíamos, se pierde de vista que no se viviría como una herida tan profunda si la conquista sexual no se presentara como un rito de paso masculino, si no se entendiera el "tener éxito" ajustándose al modelo tradicional de masculinidad como la única puerta de entrada o vía para suplir muchas otras necesidades que están quedando insatisfechas (y que se ocultan bajo la insatisfacción "por no poder follar"): necesidad de comunidad, necesidad de interacción y validación social, necesidades afectivas.

Se habla a menudo de cómo el movimiento feminista puede alejar a las mujeres de sus verdaderos intereses objetivos de emancipación invitándolas a poner el foco única y exclusivamente en la contradicción hombre/mujer, como si se tratara de un antagonismo esencial, ahistórico, pero no se habla tanto acerca de cómo achacar el malestar de los hombres al auge del feminismo distrae la atención de su explotación, a la cual su socialización violenta en la masculinidad, el "convertirse en hombres", le es completamente funcional e incluso necesaria.
"Las determinaciones simbólicas y subjetivas de la masculinidad moderna se constituyen a partir de las exigencias del trabajo asalariado. La masculinidad pasa a definirse por la disciplina sobre el propio cuerpo, la objetivación distanciada de los otros, la naturaleza, y los propios sentimientos y la asunción de una racionalidad instrumental que maximiza el cálculo medios-fines, tratando a la realidad exterior y al propio sujeto como un objeto de manipulación fría y distanciada." 
- Martín, F. (2015). El capitalismo como patriarcado productor de mercancías y el protagonismo de las mujeres en los Movimientos de Trabajadores Desocupados. Revista Herramienta, (57).

"La moderna identidad masculina se corresponde exactamente con las demandas del trabajo en la sociedad capitalista, basada en la producción universal de mercancías. Porque el trabajo en el capitalismo es en esencia una actividad desensualizada y desensualizante." 
- Trenkle, N., & Robinson, J. (2009). The rise and fall of the working man: Toward a critique of modern masculinity

Sin embargo hay quienes pueden creer, incluso en espacios nominalmente marxistas, que reivindicar el "ser muy hombres", el ajustarse a esta noción del guerrero estoico y obsesionado con el control, que confunde la regulación y la gestión de las emociones con la represión, el distanciamiento y la supresión (que sólo puede ser efectiva a corto plazo) de las mismas -hasta el punto de poder llegar a quedar emocionalmente incapacitado, analfabeto-, es la salida. Como si el modelo normativo y aspiracional masculino fuera remotamente factible o viable y no degenerara en frustraciones -que esta misma subjetividad masculina no permite tolerar-, en emociones negativas perfectamente humanas que son sistemáticamente ignoradas y acaban manifestándose a través de estallidos de ira.
"Cuando comencé a analizar las cuestiones de género, creía que la violencia era un subproducto de la socialización de la niñez. Pero después de escuchar más de cerca a los hombres y a sus familias, he llegado a creer que la violencia es la socialización de los chicos. La forma en que "convertimos a los chicos en hombres" es a través de una herida(...). Los alejamos de su propia expresividad, de sus sentimientos, de la sensibilidad hacia los demás. La misma frase "sé un hombre" significa aguanta y tira para adelante. La desconexión no es una consecuencia de la masculinidad tradicional. La desconexión es la masculinidad." 
-Terrence Real sobre la "traumatización normal" de los chicos. Extraído de "El deseo de cambiar" (2021), de bell hooks.

 

miércoles, 2 de junio de 2021

¿Es el BDSM una cosa de boomers? (PlayZ)

Versión íntegra de mis respuestas a Luna Miguel para su reportaje en PlayZ "¿Es el BDSM una cosa de boomers?"

—Es un eterno debate que no parece terminar, pero que hoy, tras el MeToo, parece cobrar nuevos sentidos: ¿el BDSM es una práctica empoderadora o por el contrario está empapada de otras violencias históricamente perpetradas contra el cuerpo de las mujeres?

Creo que la pregunta no debería ser "¿son todas las prácticas asociadas al BDSM siempre empoderantes (o, por el contrario, siempre profundamente violentas y problemáticas)?", sino "¿es problemática la popularización de estas prácticas entre personas muy jóvenes e impresionables, cuyos marcos de referencia son los de un imaginario sexual heteronormativo, coitocéntrico, androcéntrico, que erotiza la violencia y la vejación de las mujeres, que fetichiza la inocencia y la  vulnerabilidad, en un contexto de violencia sexual epidémica contra las mujeres?"

Durante años me escribieron chicas jóvenes contándome que muchas de sus parejas sexuales masculinas (y a veces incluso la mayoría) hacían el amago de ahogarlas o les daban azotes fuertes sin que esto se hubiera acordado de antemano. O que lo habían aceptado a regañadientes porque se habían sentido presionadas, porque creían que era "lo normal", parte de un guión implícito. Porque habían aprendido a anteponer el placer de su pareja sexual a su propia comodidad y bienestar, a adoptar un rol complaciente, a erotizar esa subyugación.

Y creo que durante años una parte de la comunidad BDSM se ha limitado a escudarse en que el lema de la misma siempre ha sido "sano, seguro y consensuado" y que, por lo tanto, si existe un abuso, automáticamente deja de tratarse de BDSM. Sabemos, sin embargo, que el consentimiento es una escala de grises, y que si uno ha creado un escenario en el que su pareja sexual no se siente verdaderamente segura para decir "no", un "sí" no es suficiente. Es imprescindible atender al contexto, a las dinámicas que reproducimos también fuera del dormitorio, para saber si lo que ocurre en él es "sano, seguro y consensuado", si ambas partes son capaces de expresar sin reparos cuáles son sus límites. Y esto es algo que difícilmente pueda sopesar una chica de 16 años, esto es algo que yo misma no supe analizar hasta hace relativamente poco, y mujeres muy formadas en el feminismo me han contado que también se han encontrado tolerando, normalizando y erotizando situaciones abusivas en un pasado relativamente reciente.

Entiendo que muchas personas -especialmente las que entraron en contacto con estos kinks en espacios más concienciados y disidentes y menos heteronormativos, y no a través del porno- quieran desmarcarse de estos comportamientos, que se sientan injustamente atacadas y difamadas, que digan "el BDSM real no es así", pero saben cuánta gente autodenominada "dominante" acaba agrediendo, saben que no es algo puntual ni anecdótico, y limitarse a decir "es que entonces no es BDSM auténtico, son possers e infiltrados" en la práctica no resuelve ni previene nada, y mi prioridad siempre será poner sobre aviso y aportar herramientas a las personas más jóvenes e impresionables.

Creo que es posible abrazar algunas prácticas asociadas al BDSM de forma saludable (quizás a alguna gente le sorprenda que yo diga esto), pero que se trata de una pendiente resbaladiza, y que es peligroso (o, como mínimo, problematizable) cuando se hace mainstream, pues cuando algo se hace mainstream en nuestra cultura de masas, (casi) siempre queda reducido a imágenes descontextualizadas y consignas fáciles, se pierde todo matiz y toda sutileza.


—El dolor y la violencia, ¿de qué manera caben en la práctica de una sexualidad libre, consensuada y consentida?


Soy consciente de que existen algunas personas con más predisposición que otras a disfrutar de un cierto grado de dolor, por ejemplo, pero no por ello podemos ignorar la forma en que las relaciones históricas y sociales (de género, raza y clase) y el imaginario sexual colectivo median en la configuración de nuestra sexualidad, de nuestras preferencias y deseos, de nuestras fantasías. No creo que sea casual que la mayoría de las mujeres -siempre hay excepciones- tengan fantasías de sumisión, que ese sea prácticamente el punto de partida de la mayoría, cuando vivimos expuestas a un bombardeo de imágenes y narrativas que romantizan o erotizan nuestro sometimiento (dentro y fuera del dormitorio).

Según las estadísticas de usuarios activos en FetLife (orientativas), sólo el 12% de las mujeres que llevan a cabo prácticas BDSM y/o fetichistas serían dominantes (sumando las etiquetas "dom", "domme", "mistress", "top" y "sadist"), mientras que el 13% de los hombres serían sumisos (sumando las etiquetas "sub", "slave", "bottom", "brat", "pet" y "masochist"). Es muy probable que estos números estén algo sesgados y que las mujeres sexualmente dominantes sean más reacias a expresar sus fantasías y/o no participen tanto en espacios online, y que los hombres sumisos (especialmente los heterosexuales) puedan sentirse juzgados y ridiculizados, pero lo que parece evidente es que no es un reparto proporcionado o equitativo.
Tampoco me parece casual que la mayoría de marikas jóvenes, delgados y con una expresión de género más femenina tiendan a adoptar roles más sumisos. Yo misma tendía (con los años cada vez menos) a adoptar roles sumisos y pasivos con hombres pero más activos (quizás no "dominantes" propiamente) con mujeres, y esto es algo bastante habitual debido a que tendemos a configurar nuestro deseo y nuestras fantasías de acuerdo al imaginario sexual dominante y los esquemas heteronormativos.
No pretendo decir que todas las personas que practican BDSM adoptando roles sumisos o switch hayan sufrido violencias sexuales en su infancia o adolescencia (hay mujeres que han sufrido una gran represión sexual y tienen fantasías de violación porque estas fantasías les permiten imaginarse en escenarios que, al quitarles agencia, también les quitan el sentimiento de culpa -aunque las supervivientes de violencia sexual sí arrastren sentimientos de culpa-), pero en mi experiencia sí es algo bastante común. El caso es que hay supervivientes de violencias sexuales que consiguen reconciliarse con su sexualidad y reescribir determinados malos recuerdos y asociaciones a través de simulaciones y juegos de rol que les permiten recuperar la agencia que una vez les arrebataron, pero creo que poder llevar esto a cabo de forma saludable requiere mucha experiencia, un profundo trabajo previo de introspección y de análisis del propio trauma, una pareja sexual que anteponga tu bienestar a su placer (y debido al contexto social de violencia epidémica contra las mujeres, a la socialización masculina en el dominio y la posesividad y al impacto del imaginario pornográfico, que un hombre muestre un especial interés en ejercer control o infligir dolor -incluso en el contexto de un juego pactado- es más bien un factor de riesgo y algo que debe vigilar y regular, no abrazar sin más, y mucho menos convertir en parte de su identidad), y muy a menudo el acompañamiento de un terapeuta especializado en violencias sexuales, y no es habitual que se dé todo esto, mucho menos en personas jóvenes.
Y es perfectamente normal erotizar la violencia que has sufrido para sobrevivir a ella o reescribirla, pero no creo que esa recreación se pueda llevar a cabo intuitivamente de forma saludable (sin que esos encuentros sexuales se conviertan en algo compulsivo, o en una forma de "autolesión asistida" en el caso de la sumisión masoquista), y me temo que normalmente suele agravar el problema.
 
Sé que algunos de mis análisis pueden sonar paternalistas y patologizantes desde fuera, y entiendo que puedan suscitar una cierta resistencia y actitudes a la defensiva, pero la cruda realidad es que la mayoría de las mujeres (y marikas) acabamos arrepintiéndonos de muchas de nuestras experiencias sexuales cuando las analizamos en retrospectiva, cuando con el paso de los años empezamos a ser capaces de identificar todos los elementos coercitivos que entraron en juego y que en su momento pasamos por alto, y de ahí que las chicas adolescentes o jovencísimas sean el principal objetivo de los depredadores sexuales.

El consentimiento, como decía, comprende una escala de grises y es más complejo y sutil de lo que a menudo parece. A veces me llevo la impresión de que algunas personas creen que el consentimiento en el contexto de las prácticas BDSM consiste únicamente en hablar y acordar de antemano qué prácticas se van a realizar y cuál es la palabra o código de seguridad, sin prestar debida atención a cómo, por ejemplo, una de las dos partes podría estar buscando desesperadamente la aprobación y validación de la primera, cómo una de las dos partes podría estar castigando a la otra con silencios o expresando decepción cuando la otra rechaza sus peticiones.
Hay un subtexto que a veces queda inexplorado, y que para mí es todavía más relevante que las conversaciones que se puedan tener en voz alta. El problema es que no pocas veces la parte sexualmente "sumisa" es también la parte más joven e inexperta, feminizada y con menos recursos económicos, es decir, en una relativa desventaja y con mayores dificultades para plantarse y expresar (o saber siquiera) cuáles son sus límites.


—He visto algunos memes de pensadoras y creadoras jóvenes —millennials tardías o zoomers— trayendo este complejo debate a las redes, ¿es el BDSM una cosa de Boomers? (Boomers Dando Siempre Malrrollazo, he). ¿O a qué crees que se debe esta especie de ruptura generacional?


Como millenial no tan tardía, creo (y esto es un suponer) que los fandoms de Tumblr y la popularización de los fanfics tuvieron algo que ver con que el BDSM ganara muchísima tracción y visibilidad entre chicas jovencísimas entre 2010 y 2016 aproximadamente; he observado que muchas chicas que ahora tienen 20 años o menos -quizás porque desde 2016 hasta ahora han ido institucionalizándose y ganando visibilidad en España discursos feministas más escépticos respecto a la pretendida liberación sexual femenina, abolicionistas del sistema prostituyente, etc-, no han vivido ese "boom" y lo conciben de otra forma, haciendo memes y siendo críticas desde la ironía, sin estigmatizar estas prácticas pero reconociendo que no parece haber mucha transgresión ni disidencia en que la mayoría de las mujeres tiendan por inercia a adoptar un rol sumiso y eroticen su propia vejación en un contexto de violencia y sometimiento de las mujeres. Mucha gente cree que 50 Sombras de Grey (denunciada casi unánimemente por la comunidad BDSM, eso hay que decirlo) supuso un punto de inflexión, pero el fanfic en el que está basado se viralizó años antes de que saliera la película y tuvo éxito porque ya resonaba con un imaginario previo. Yo situaría esa etapa de "BDSM mainstream y heteronormativo" en esos años, cuando previamente había residido en los márgenes y las disidencias sexuales (no lo que sería la erotización de las relaciones de poder de género, que esto viene de más lejos, sino el BDSM como comunidad o subcultura que exploraría esto mismo -en algunos caso subvirtiéndolo- bajo el lema de "sano, seguro y consensuado").

Soy consciente de que históricamente se ha leído como "perversa", "degenerada" y parafílica toda expresión de disidencia sexoafectiva y de género, que el "pensad en los niños" ha llegado a usarse como pretexto para perseguir a quienes se salían de los márgenes; por eso entiendo que algunas personas LGTB pertenecientes a colectivos "kinky" puedan ponerse instintivamente a la defensiva frente a análisis en la línea del mío, identificándolos con el pánico moral conservador, de ahí el querer dejar claro desde qué lugar estoy hablando, que no hay ninguna clase de "persecución selectiva" (ni siquiera persecución) en mi caso, sino una crítica al imaginario sexual hegemónico que nos atraviesa a todos, reflejado y reforzado por la pornografía (un imaginario androcéntrico y coitocéntrico que pone el placer de los hombres en el centro, y desde el que se tiende a erotizar el control y la exhibición de dominio masculino y la complacencia, la sumisión y la vejación de la mujer y de los sujetos feminizados).

—¿Algún referente sobre todos estos temas que te gustaría compartir con nosotrxs?


Me parecieron muy necesarios, claros e ilustrativos los artículos que publicaron Beatriz Gimeno y Carmen Magdaleno acerca de la empatía (no necesariamente emocional, pero sí cognitiva) como condición necesaria para mantener relaciones sexuales (y sexoafectivas) sanas y simétricas. Soy muy ermitaña y tengo contacto con muy pocas exponentes/referentes feministas, pero las he seguido bastante a ambas (y a Beatriz Ranea e Isabel Benítez) porque son voces abolicionistas del sistema prostituyente que no tienen dejes o lapsus puritanos y que hablan de estas cuestiones desde una perspectiva de clase y desde la ternura y la comprensión.

sábado, 17 de abril de 2021

El abolicionismo y el regulacionismo de la prostitución en relación con las distintas concepciones de la libertad y la (auto)propiedad


En este artículo me propongo abordar el debate alrededor de la regulación (o despenalización) de la prostitución, analizando y exponiendo los diversos enfoques, propuestas y discursos (y sus marcos normativos implícitos), relacionándolos asimismo con distintas concepciones de la libertad y la propiedad defendidas por diversas corrientes de la filosofía política y la filosofía del derecho. Poner sobre la mesa las distintas concepciones de la libertad y de la justicia de las que emanan (o en las que se fundamentan) estos posicionamientos con respecto a la regulación o despenalización de la prostitución puede permitirnos elucidar e ir al núcleo de lo que realmente está en juego en estos debates.

Empezaré tratando de resumir el estado de los debates acerca de la prostitución. Me detendré también brevemente en las diferencias entre el abolicionismo y el prohibicionismo de la prostitución. Apuntaré, asimismo, por qué considero que el consentimiento sexual es cualitativamente distinto al consentimiento en otros ámbitos, y señalaré algunas diferencias entre la prostitución o el alquiler de vientres y el trabajo asalariado y enajenado.

lunes, 11 de enero de 2021

Simmel y Freud: un malestar trágico



Simmel y el carácter trágico de la cultura contemporánea


Autores consagrados como Nietzsche, Freud, Marx, Adorno, Horkheimer y Simone Weil han problematizado la relación del hombre con la cultura y los valores en el seno del desarrollo de la técnica y la producción industrial. El filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel nos presenta también, en su texto “El concepto y la tragedia de la cultura” (1911), un diagnóstico pesimista y una mirada crítica respecto al impacto que tendría en los hombres este desarrollo exponencial de la técnica, que al encontrarse en un estadio avanzado tendiría siempre a regirse por una lógica propia y a dejar de estar al servicio de las necesidades humanas. En la modernidad tardía (y la posmodernidad) nos encontraríamos ante la expansión de una razón instrumental que se rige por el culto al cálculo, la abstracción lógico-matemática y el conocimiento acumulativo (la cantidad es convertida, por sí misma, en cualidad), pero que deja atrás toda reflexión filosófica o metacientífica y acaba invirtiendo la relación entre medios y fines. Es decir, los instrumentos que el hombre habría creado para transformar su mundo y acomodarlo a él (como la ciencia, la tecnología o los mercados) ya no son un medio para la realización del espíritu humano, ni para la satisfacción de sus necesidades, sino que las necesidades humanas son sacrificadas, moldeadas y explotadas en nombre de la expansión de estos instrumentos. Además, la acumulación de información y datos y la hiper-especialización de las ciencias producen una subjetividad y una mirada cada vez más parcial, y en este escenario el individuo tiene dificultades para obtener una imagen de conjunto, una narrativa coherente en la que inscribirse y dotar de sentido a sus experiencias.

Simmel incorpora el término “tragedia” para referirse a este fenómeno. La tragedia se produce cuando la tesis y la antítesis no consiguen formar una síntesis coherente y unificadora. Los productos culturales, para Simmel, llevan consigo un destino trágico, porque son formas que el hombre ha creado para “negar” (en vez de adaptarse pasivamente a) y transformar su entorno, con tal de suplir las carencias y necesidades propias de determinadas circunstancias o fases del desarrollo humano, y sin embargo estas formas se solidifican y perduran incluso cuando ya no resultan verdaderamente útiles o beneficiosas; adquieren vida propia, se las dota de valor por sí mismas, y aquello que habría sido ideado como un medio a nuestro servicio se convierte en un fin en sí mismo. Los individuos que, habiendo sido ya superada la necesidad clara e inmediata de estos productos culturales, se relacionan con ellos, lo hacen habiendo perdido contacto con su origen, tomándolos como algo dado, naturalizándolos, como si estuvieran imbuidos de un cierto carácter místico. Para Simmel todos los productos culturales son separados de su origen (se difumina el por quién, cuándo y para qué fueron creados), convertidos en fetiche, de forma parecida (aunque no idéntica) a cómo lo hacen las mercancías para Marx. Para Marx, el trabajador enajenado se apropia de la naturaleza para producir un objeto, pero la realización de esa producción es vivida como una pérdida; el trabajador no actualiza su esencia como ser productivo (se enajena, también, de ésta), no despliega su potencial ni se siente realizado, en tanto que produce por y para otro. También en Marx se produce una inversión, por la cual se antropomorfizan los objetos del trabajo humano (que podríamos entender como “trabajo objetualizado”), se les dota de vida propia, adquieren una condición independiente, mística y fantasmagórica, al mismo tiempo que se cosifican y mercantilizan las relaciones sociales. Así como el trabajador enajenado se convierte para Marx en esclavo del producto de su trabajo, el hombre inscrito en una determinada cultura puede acabar convirtiéndose, para Simmel, en esclavo de los productos culturales que otros hombres crearon antes que él.

Así pues, los productos de la cultura subjetiva, vinculada a las experiencias y necesidades humanas, se objetivan, cobran vida, se vuelven autónomas, se dan la regla a sí mismas. Esta dualidad de la cultura (objetiva-subjetiva) genera una contradicción. El objeto cultural tiene su origen en la acción humana, en la acción de los sujetos, pero termina por desligarse de estos y de los propósitos para los que fue creado en primer lugar.

La cultura subjetiva tendría para Simmel el propósito de desplegar las potencialidades del espíritu humano que se encuentran encerradas en su subjetividad, y que no pueden realizarse sin la existencia de un contrario, de un polo opuesto, sin un punto intermedio que permita al sujeto “regresar” a su subjetividad (no hay posibilidad de regreso si se parte del punto A hasta el punto A) habiéndola transformado. Estamos hablando de un movimiento dialéctico, de una contradicción (o “negación” en Hegel, o “antítesis” en Fichte y Marx) que hace posible la posterior unificación y superación mutua, y el regreso a una afirmación o tesis que ya no será la misma.

Nuestra relación con los objetos debería tener como fin completar este recorrido, efectuar el despliegue de nuestras capacidades, despliegue que sólo podrá efectuarse en un entorno artificialmente creado, ocupado por los productos de la creación humana (en Hannah Arendt vemos un “Mundo” artifcial que es condición de posibilidad de la política, de la esfera propiamente humana). Lo trágico es que las culturas subjetivas y objetivas no están pudiendo alcanzar una síntesis.


Sobreexcitación, abstracción y neurosis


Simmel nos hablará, asimismo, de cómo el individuo moderno inscrito en esta época trágica formaría parte de un engranaje frenético, deshumanizante y alienante en el que habría perdido su sentido de la identidad, donde, como decíamos, no podría hallar un hilo conductor o relato en el que inscribirse y a través del cual dar sentido a sus experiencias e impresiones, o un propósito a su vida. El individuo contemporáneo “se ha convertido en un mero trazo en la enorme organización de poderes y de cosas” (Simmel, 1993). Este individuo se encontraria simultáneamente sobreexcitado (por una sobreabundancia de estímulos y un ritmo de vida cada vez más acelerado) y sometido a una represión ascética de sus impulsos.

Simmel considera que el individuo puede responder de dos maneras frente a esta contradicción. O bien se des-sensibiliza y hace uso de un mecanismo adaptativo que hoy conocemos como “intelectualización”, y que consistiría en relacionarse con las personas y los eventos de forma abstracta (como si fueran meras operaciones lógicas o matemáticas) con tal de distanciarse y entumecerse emocionalmente (“nos acostumbramos a abstracciones continuas, a la indiferencia hacia lo que está espacialmente próximo y a una relación íntima con todo aquello que está espacialmente lejano” (Simmel, 1993); o bien esa alternancia constante entre la represión y la excitación de sus pasiones acaba implosionando y manifestándose en forma de agresividad o de psicopatologías (Brenna B., 2009) Es decir, o bien nos volvemos pasivos, indolentes y emocionalmente distantes, o bien nos neurotizamos. Podemos encontrar en este punto (en el intento del individuo por reprimir estas emociones e impulsos que están siendo sobreexcitados, y en cómo esta tensión puede estallar en forma de agresividad o neurosis) un cierto paralelismo con la voz moral o “superyó” de Freud, que reprime o sublima (canaliza de forma artística o intelectual) tanto las pulsiones sexuales como las agresivas.


Freud, la dialéctica del superyó y el tabú como producto cultural trágico


El psicoanálisis trata, mediante métodos como la hipnosis, la catarsis o la escritura automática, de hacer aflorar aquello que se encuentra latente en un estadio pre-racional o irracional. Mediante la terapia psicoanalítica se pretendería, entonces, suturar esa brecha creada entre la cultura subjetiva y los productos de ésta que han sido objetivados (es decir, la cultura objetiva). Pues si los objetos o productos culturales adquieren para Simmel vida propia y una lógica autónoma es precisamente porque el sujeto los fetichiza, olvida por quién y para qué fueron creados. La diferencia radica en que, para Freud, el objetivo mismo de estos productos y creaciones culturales ha sido tapar, velar su fundamento u origen irracional (la sexualidad). En cualquier caso, cerraríamos un círculo al recorrer la genealogía de estos productos culturales, de las convenciones, de los rituales, de los constructos y relaciones sociales. Comprender la función que determinados mecanismos (sublimación, identificación, ideación abstracta o intelectualización, negación, proyección) juegan en la cultura y también en nuestro psiquismo (pues estos se retroalimentan), comprender su origen y razón de ser, es para el psicoanalista el paso previo a la curación o el alivio del malestar que la cultura ha infligido en un sujeto individual.

El yo autónomo, coherente y unitario de la modernidad es para Freud una ilusión (pues el “yo” se encontrará fragmentado, condicionado por mecanismos que subyacen y escapan a su conciencia), y esta ilusión de unidad, así como esta “conciencia de sí” como algo individual y diferenciado del entorno, se produce también como un movimiento triádico y dialéctico. Tenemos un primer momento en el que el lactante no se distingue a sí mismo como un ente o sujeto diferenciado de su entorno. Un segundo momento en el que el lactante siente placer a través de sus órganos, entendiendo que forma un “todo” unitario con ellos. Más tarde siente dolor o displacer a causa de algún objeto o cuerpo externo (se cae, o choca con su cuna, por ejemplo), y entonces se da de bruces con un mundo exterior contrapuesto a él, diferenciado de él. Es así como se produce en él el principio de realidad. Pasamos de la “nada” o el “todo” (ni yo ni no-yo) al yo, y del yo (diferenciado de ese “todo”) al no-yo (el resto de ese “todo”), pero en esta fase o momento del “no-yo” se conservará de forma latente el recuerdo de un “todo” indiferenciado, y algunos productos culturales lo evocarán en el sujeto.

El principio de placer pierde su primacía en la experiencia del individuo a medida que su psiquismo evoluciona; el principio de realidad se va extendiendo. Por esta misma razón, el individuo puede dejar de priorizar la búsqueda del placer, la búsqueda de la satisfacción de los deseos, como medio para aproximarse a la felicidad, y anteponer a esta última la seguridad, la minimización del displacer y del dolor. Además, el propio hombre va corroborando, en su empeño por alcanzar la felicidad, que esta parece inalcanzable como un estado a largo plazo: “nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable” (Freud, 2017). El individuo puede acabar optando por la reclusión y el aislamiento, es decir, por reprimir, intelectualizar o sublimar sus instintos y pasiones, como un medio para evitar el dolor, más que para alcanzar la felicidad propiamente. Esta actitud ascética, que puede ser también producto del sistema de valores de una determinada cultura (una cultura que repruebe y castigue los placeres sensuales y sexuales, por ejemplo, dejando reflejado este rechazo en la conciencia moral -superyó- del individuo), generará malestar.

Podemos decir que el sentimiento de culpa está estrechamente vinculado al principio de realidad y al deseo (consciente o inconsciente) de evitar el displacer, aunque sea una operación contraproducente y en última instancia produzca un mayor malestar. Me explico. En la adquisición y refuerzo del “superyó” vemos también un movimiento dialéctico: partimos de una fuerza o autoridad externa que regula y prescribe cuáles deberán ser los comportamientos adecuados, y reprueba y castiga aquellos que son considerados inaceptables. Después, el individuo interioriza esta figura autoritaria, así como el sistema de creencias y códigos morales que de él se desprenden. Cuando el individuo, tras haber adquirido esta conciencia moral, se enfrenta a la adversidad, cuando es “castigado” por el principio de realidad, identifica este dolor o displacer con el dolor y displacer producidos por el castigo de esa autoridad, de esa figura de referencia moral (que en el núcleo familiar se correspondería con la figura paterna), y al hacer esta asociación asume que debe haber hecho algo para merecer ese dolor, lo cual refuerza su necesidad de inspeccionarse moralmente y su sentimiento de culpa. Freud considera que cuanto más virtuoso sea el individuo, mayor será su sentimiento de culpa, pues sostiene que la represión (que el virtuoso habrá puesto en práctica con tal de no incurrir en trangresiones morales) aumenta el deseo de hacer aquello que se reprime, y el superyó, a diferencia de la autoridad moral externa, no distingue entre pensamiento y obra, ni entre deseo y acto.

El superyó, esta conciencia moral culturalmente determinada, regula tanto las pulsiones sexuales (eros) como las agresivas (tanathos) y tendría su razón de ser en la necesidad de restringir y dividir las libertades, de impedir que un individuo tenga una libertad absoluta para desplegar sus impulsos libidinales y agresivos contra los demás, para poder coexistir y cooperar en sociedad. Freud nos habla de una “fase totémica” que todas las formas de organización y relación social atravesarían al llegar a un determinado estadio de su desarrollo, ilustrándola con el ejemplo de una relación intrafamiliar en la cual los hijos se reparten el poder o la autoridad que antes residía en el padre, en el cabeza de familia tiránico. El incesto pasa a ser un tabú (todo deseo incestuoso se reprime, frustra o sublima) precisamente con el fin de evitar que se produzca. Esta conciencia moral culturalmente construida y reforzada es un objeto o producto indispensable que, sin embargo, sigue persistiendo incluso en los contextos en los que no se tiene necesidad del mismo (o no hasta ese extremo), y produce malestar. En la sociedad contemporánea (y muy especialmente en la Viena victoriana en la que escribía Freud) los tabúes se habrían multiplicado, y con ellos el sentimiento de culpa y el neuroticismo.

A pesar de la centralidad que muchos atribuyen a los impulsos libidinales en la obra de Freud (probablemente por ser de los primeros autores en teorizar acerca de la sexualidad en esa línea, y por hacerlo en un contexto cultural puritano), son los impulsos agresivos, el tánathos, aquello que la cultura objetiva procuraría frustrar o sublimar con mayor urgencia. A pesar de la asfixia y el neutoricismo provocados por los tabúes sexuales en la época contemporánea, en realidad la cultura objetiva tendiría de forma natural a aproximarse al eros, al placer, como medio para alcanzar la felicidad.




REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Brenna B., Jorge E.. (2009). De la tragedia al malestar en la cultura: Georg Simmel y Sigmund Freud. Argumentos (México, D.F.), 22(60), 59-78.

Freud, S. (2017). El malestar en la cultura (Vol. 328). Ediciones Akal.

Friby, D. (1998). Georg Simmel: Primer sociólogo de la modernidad. En Modernidad y postmodernidad. (pp. 51-86). Alianza.

Simmel, G. (1933). Concepto y Tragedia de la Cultura. Revista de Occidente, (124), 36-77.

Zuluaga, J. P. G. (2007). Freud y Simmel o dos paseantes por la metrópolis moderna. Universitas philosophica, 24(48), 29-69.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

La trampa de la homogeneidad: cuando el anti-identitarismo se vuelve identitario

Este artículo fue publicado en catalán (traducción propia) en la revista Catàrsi Magazin.

Sabemos que en los últimos tiempos ha ganado tracción y popularidad la idea de que la fragmentación y disolución de la izquierda, así como la pérdida progresiva de conciencia y solidaridad de clase, puede achacarse en mayor o menor grado al auge de movimientos de resistencia como el feminismo, el antirracismo y la lucha LGTB. Esta es una verdad a medias que se presentaría a partir de premisas erróneas. Es decir, considero que el diagnóstico es acertado en muchos de los síntomas, pero que no identifica correctamente las causas ni propone una estrategia política que permita suturar esta división profunda en vez de agravarla todavía más. Uno de los errores consiste en hablar de la "unidad de clase" como algo preexistente, como si hubiera existido antaño una clase obrera perfectamente homogénea, armoniosa, coherente y sin contradicciones y divisiones internas; como si se tratara de un punto de partida y no de un proyecto que está por construir.

La economista marxista Heidi Hartmann señala, en Un matrimonio mal avenido, cómo los capitalistas de finales del siglo XIX habían estado interesados en integrar a las mujeres en el mercado laboral y cómo esto entró en conflicto con los deseos de muchos hombres obreros, que decidieron empezar a abogar por un salario familiar que expulsara a las mujeres de la esfera productiva, pues para estos trabajadores convertir a las mujeres en asalariadas suponía perder el rol de cabeza de familia y buena parte del control sobre sus respectivas esposas, además de verse los salarios medios disminuidos. Los capitalistas, dice Hartmann, se dieron cuenta de que las mujeres que únicamente realizaban un trabajo reproductivo y de cuidados en el hogar “producían” a trabajadores más sanos que las que asumían una doble carga, por lo que acabarían introduciendo un salario familiar, ajustándose así a estas relaciones patriarcales precapitalistas, a estas estructuras sociales (tanto materiales como simbólicas) previas al modo de producción capitalista. El capital las transformaría, pero se adaptaría también a su funcionamiento. Los grandes capitalistas no salieron perdiendo porque obtuvieron trabajadores más sanos y productivos, pero lo que vemos con claridad es que los hombres obreros se aliaron con el capital para traicionar a sus compañeras y conservar una estrecha parcela de poder.

Ejempos históricos de este tipo nos muestran que muy a menudo se ha sobornado a los penúltimos de la pirámide ofreciéndoles un cierto control y/o poder sobre los que se encontraban debajo (en este caso, las respectivas mujeres de aquellos obreros). Negar o minimizar la existencia de estas contradicciones, de estos agravios y de estas jerarquías en nombre de mantener la unidad sólo nos divide más. Por mucho que las consignas feministas se puedan instrumentalizar para generar mayores divisiones de clase, el truco no funcionaría si no existiera ya una brecha previa entre hombres y mujeres trabajadoras, una experiencia vivida de cosificación, infantilización, acoso y violencia, una herida, una desconfianza justificada. Y no puede exigírsele a las mujeres que hagan un voto de confianza, sin más; esta confianza debe ser reparada.

En su ensayo “Nuestro Marx”, Néstor Kohan analiza cómo, para el alemán, los proletarios no conforman a priori una clase sino que se constituyen como tal a través de su progresiva organización y acción política: la conformación de esta identidad como “clase” se da cuando, en la pluralidad de experiencias y subjetividades que se integrarían dentro de esta proto-clase obrera, se hace (en todas ellas) presente una contradicción antagónica con respecto a los capitalistas. Para tomar consciencia colectiva de esta contradicción antagónica entre proletarios y capitalistas no es necesario un análisis reduccionista que ignore o minimice algunas formas especificas de violencia y explotación para priorizar otras, que tome esa pluralidad de vivencias y experiencias de opresión como un obstáculo explicativo o una amenaza. Por el contrario, esta actitud genera desconfianza y agrava la división que pretendía evitar.

Nos encontramos con que ha surgido en la izquierda una nueva forma de identitarismo que se presenta (y se lee a sí mismo) como un anti-identitarismo, o como una reacción a las "políticas de identidad" (usado el término de forma equívoca y confundiéndose con la filosofía postestructuralista, que en realidad cuestiona y desestabiliza la identidad y es profundamente antiesencialista; quizás la confusión se dé porque algunos autores sí ven con buenos ojos la proliferación de etiquetas identitarias excesivamente genéricas o excesivamente personalizadas, aunque sólo como forma de autodestrucción, o como una forma de visibilizar lo convencional, lo no esencial, de toda categorización). Pueden hacerse (y yo misma he intentado hacer) críticas matizadas y con fundamento a la proliferación excesiva de etiquetas identitarias, y a sus implicaciones y repercusiones, o a esta fetichización de la "disidencia" (las auténticas disidencias nunca son reivindicadas por el capital, sólo la apariencia de disidencia). Es preciso y necesario hablar de la forma en que el capitalismo coopta y neutraliza los movimientos de resistencia, apropiándose de las consignas más liberales y desclasadas, situando estas luchas en el terreno de la batalla cultural, de la batalla por la representación y por el reconocimiento, que son necesarios pero por sí mismos se quedan cortos si no hablamos también de modos y relaciones de producción.

El problema viene cuando esta crítica a "los identitarismos" es reducida a "¿por qué nos estamos centrando tanto últimamente en estudiar las formas específicas de violencia y discriminación que sufren las personas racializadas, LGTB, las mujeres, en vez de hablar de aquello que subyace, aquello que atraviesa a toda la clase trabajadora?", dando por supuesto que es en el obrero blanco de mono azul, en el padre de familia que trabaja en una fábrica, donde confluyen las auténticas o principales experiencias de opresión del proletariado. Parece presuponerse que ese obrero representa las condiciones de existencia de toda la clase trabajadora. Este obrero es tomado, no como una forma de subjetividad más dentro de la clase trabajadora, sino como la clase trabajadora en sí. La subjetividad blanca masculina se convierte en un modelo de neutralidad, de universalidad; se hace una abstracción de las condiciones de toda la clase tomando como referencia las experiencias de este obrero blanco heteronormativo, y por ello el estudio de la violencia patriarcal, heterosexista y racista parece accesorio o secundario, incluso aunque éstas se reconozcan como un producto de la sociedad de clases.

El filósofo Domenico Losurdo nos recuerda, en “La lucha de clases”, cómo el propio Marx emplea en el Manifiesto Comunista la forma plural "luchas de clases" para incidir en las distintas y múltiples formas en que la lucha de clases puede concretarse; no se trata de una mera duplicación o repetición, de una lucha siempre idéntica, sino de distintas facetas y determinaciones de la misma lucha.

Está claro que si intentamos hablar con rigor de las formas de violencia y discriminación que sufre la mujer, o el colectivo LGTB, no podemos quedarnos en un estadio ingenuo y exclamar que nos discriminan porque nos tienen manía, sino que debemos profundizar en el desarrollo de la división sexual del trabajo y en la forma en que el capitalismo se ha nutrido de y ha perpetuado las relaciones patriarcales y el modelo de familia nuclear, pero cuando se hacen universalizaciones abstractas, y cuando se habla de la clase trabajadora en un sentido economicista, se acaba perdiendo de vista lo concreto, y con ello una parte importante de la realidad; se pierde de vista la forma sutil, compleja y no siempre mecánica ni previsible en que se relacionan las determinaciones históricas de clase, raza y género.

Un análisis que sea estrictamente económico puede dar cuenta del porqué de la división sexual, social e internacional de trabajo, pero el proceso de acumulación de capital por sí mismo difícilmente explicará por qué son unos individuos determinados con unas características determinadas, y no otros, quienes ocupan cada posición: son las relaciones históricas y sociales las que determinan quiénes ocupan un determinado lugar en esa jerarquía.

En “Capitalismo racial, el carácter no objetivo del desarrollo capitalista”, Cedrick J. Robinson incide en cómo el desarrollo y la expansión mundial del capitalismo no puede entenderse propiamente sin el racismo y el nacionalismo preexistentes en la sociedad feudal europea (que ya había racializado a judíos, irlandeses o gitanos para justificar invasiones, expolios y esclavitud), y que habría influido de forma decisiva en la configuración de la producción capitalista.

La raza como determinación histórica ha ido de la mano de la sociedad de clases, y la opresión racial tal y como se articula en la actualidad no puede entenderse sin el rastro del imperialismo y el colonialismo capitalistas, sin aludir a la división internacional del trabajo, pero un análisis que se reduzca a algo así como "no sufren por ser racializados, sino por ser pobres, así que deberían organizarse únicamente en tanto que clase trabajadora, dejando de lado identitarismos raciales", estará subestimando por completo la fuerza de las formas y las relaciones históricas y sociales, y estará ignorando que ese "identitarismo" es un identitarismo de resistencia, una forma de organizarse políticamente alrededor de formas de discriminación comunes, no una elección, ni una autoafirmación, pues la condición de "racializado" se sigue de ser excluido de la identidad hegemónica blanca.

No querer entrar en un juego tramposo en la línea de "a ver quién está más oprimido", de sumas y restas de privilegios desplegados en una lista, no implica ignorar que hay contradicciones que atraviesan a la propia clase trabajadora, jerarquías, y que ésta es heterogénea y diversa.

El feminismo y el antirracismo no han dividido a la clase obrera, sino que responden a una división previa; la misoginia y el supremacismo blanco -también productos de la ideología dominante-, las relaciones patriarcales y el imperialismo, la división sexual e internacional del trabajo de la que se ha nutrido el capitalismo: todos estos factores dividen a la clase obrera, generan brechas y heridas difíciles de suturar, aparentes intereses inmediatos opuestos, una visión parcial (o parcializada) de la realidad.

Parece existir una facción del movimiento obrero que envidia la forma en que la ultraderecha ha sabido captar a un sector de la clase trabajadora, principalmente blanca y masculina, que puede haberse sentido descuidada o incluso repudiada por la izquierda. Y considero que algunas de las quejas de ese sector pueden ser legítimas, como el hecho de que estén hartos de que se les ponga a menudo a la misma altura que quienes gozan de auténticos privilegios y poder cuando también tienen que deslomarse para llegar a fin de mes. Pero también es importante recordar que una parte considerable de estos obreros, precisamente porque reproducen la ideología dominante, y por tanto supremacista, heterosexista y patriarcal, se sienten más cómodos buscando un cabeza de turco entre los colectivos más marginalizados y precarizados, culpando a los inmigrantes de su situación de desempleo o de precariedad laboral, deshumanizándoles, creyendo que por el hecho de ser blancos y nativos merecen una mayor parte del pastel, mejor sueldo y más ayudas estatales, que enfrentandose a los grandes capitalistas.

No deberíamos alienar ni demonizar por completo a estos sectores más reaccionarios y conservadores de la clase obrera, negándonos a reconocerles como interlocutores, pero tampoco deberíamos acomodar nuestro discurso y estrategia política a lo que ellos quieran oír, porque no aspiramos al mismo modelo de sociedad que quien menosprecia a los inmigrantes y quiere mantener intactas las relaciones de género y el modelo tradicional de familia nuclear heteronormativa. Porque en la mayoría de los casos quien asegura que se ha hecho de derechas porque la izquierda supuestamente sólo se ocupa de los "plurisexuales panrománticos" y otros "desvaríos posmodernos", quien toma a actores o modelos famosos y privilegiados como si representaran las condiciones de vida de la comunidad LGTB, en realidad está buscando una excusa conveniente y también te miraría mal simplemente por tener pluma. Podemos dialogar, podemos hacer pedagogía, podemos hacer autocrítica respecto a cómo articulamos ciertos mensajes, podemos tratar de hacerles comprender que son los penúltimos arremetiendo contra los últimos y que están golpeando hacia abajo en vez de hacia arriba, pero no podemos jugar al mismo juego que la ultraderecha y, en pos de contrarrestar los excesos identitarios, caer en otra clase de identitarismo mucho más hegemónico y peligroso.

Las mujeres de clase trabajadora no podremos emanciparnos dentro del actual marco capitalista, sólo aspiraremos a medidas simbólicas y reformistas, pero señalar esto no significa afirmar que la socialización de los medios de producción, por sí misma, sin una profunda transformación de las conciencias, conduzca de forma determinista y mecánica a la erradicación de las formas históricas, de las relaciones de género, que no queden fuertes remanentes de las mismas que adopten otras apariencias. Y creo que lo mismo podría aplicarse a la situación de las personas racializadas, migrantes, subalternas. Marx y Engels hicieron especial hincapié en lo estrictamente económico precisamente porque estaban contrarrestando una filosofía de la historia que parecía hablar únicamente en clave de un progreso de la conciencia y las ideas, pero hay indicios claros que sugieren que para ellos (especialmente en el caso de Engels) la relación entre base y superestructura tampoco sería absolutamente unidireccional, mecánica, simple o previsible. La producción no es solamente una producción de mercancías, sino también de sujetos historizados.


lunes, 14 de diciembre de 2020

Acerca de las "Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social", de Simone Weil

 Comentario y análisis de fragmentos seleccionados del texto Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, de Simone Weil


Vivimos en un mundo donde nada es a la medida del hombre; hay una monstruosa desproporción entre el cuerpo del hombre, su espíritu y las cosas que constituyen actualmente los elementos de la vida humana; todo está desequilibrado”.

Simone Weil caracteriza de esta forma la crisis del pensamiento en el seno del desarrollo de la técnica y la producción industrial. Nos encontramos ante la expansión de una razón instrumental que se rige por el culto al cálculo, la abstracción lógico-matemática y el conocimiento acumulativo (la cantidad es convertida en cualidad), pero que deja atrás toda reflexión filosófica o metacientífica y acaba invirtiendo la relación entre medios y fines. Los instrumentos que el hombre ha creado (como los mercados, la ciencia y la tecnología) ya no son un medio para la realización del espíritu humano, ni para la satisfacción de sus necesidades, sino que las necesidades humanas son sacrificadas, moldeadas y explotadas en nombre de la expansión y el crecimiento de estos instrumentos. La acumulación de información y datos y la hiper-especialización de las ciencias produce una subjetividad y una mirada cada vez más parcial y limitada, y en este escenario el individuo tiene dificultades para obtener una imagen de conjunto, para poder detenerse a reflexionar críticamente acerca de los mecanismos y engranajes sociales en los que se encuentra inmerso, porque éstos se le presentan como inabarcablemente complejos, casi fantasmales. Esa “imagen de conjunto” es necesaria para organizar, planear y deliberar, y esto es precisamente lo que se le está arrebatando progresivamente al ser humano.

El individuo particular se encuentra relacionándose con la burocracia, los mercados o el devenir de la historia entregándose a ellos, sometiéndose pasivamente a aquello que identifica como un mecanismo inexorable, olvidando que es de él de quien dependen, de forma análoga a cómo el trabajador enajenado se distancia del producto de su trabajo y, en vez de adueñarse de él, se convierte en su esclavo.


Allí donde las opiniones irracionales sustituyen a las ideas, la fuerza lo puede todo”

Como señalábamos anteriormente, el individuo se encuentra inmerso en un escenario social profundamente burocratizado, escindido como una cadena de montaje, gobernado por una compleja red de relaciones difíciles de trazar y comprender en su conjunto, y por esa razón es habitual que en su frustración y en su empeño por comprender quién y cómo acapara el poder, busque atajos fáciles y cree mitos, conspiraciones, fantasmas y chivos expiatorios. Simone Weil denuncia, a lo largo de su obra de contenido más político, lo peligroso de los relatos proféticos y victimistas y lo ilusorio del lenguaje político, de la apelación constante pero difusa e imprecisa a conceptos como “el progreso”, “la justicia” o “la identidad nacional”.

En este fragmento Weil ofrece una réplica, tanto a la aserción común de que el totalitarismo aniquila todo pensamiento, como a la idea de que la fuerza no es capaz de doblegar el pensamiento; pues, en opinión de Weil, es precisamente en la ausencia de pensamiento donde se siembra el germen del totalitarismo y donde la fuerza puede dominarlo todo. Estas palabras pueden recordarnos a la noción de la “banalidad del mal” de Arendt, donde la falta de reflexión y atención crítica, la reproducción automática de normas y conductas estandarizadas, facilita la expansión del mal.