miércoles, 23 de diciembre de 2020

La trampa de la homogeneidad: cuando el anti-identitarismo se vuelve identitario

Este artículo fue publicado en catalán (traducción propia) en la revista Catàrsi Magazin.

Sabemos que en los últimos tiempos ha ganado tracción y popularidad la idea de que la fragmentación y disolución de la izquierda, así como la pérdida progresiva de conciencia y solidaridad de clase, puede achacarse en mayor o menor grado al auge de movimientos de resistencia como el feminismo, el antirracismo y la lucha LGTB. Esta es una verdad a medias que se presentaría a partir de premisas erróneas. Es decir, considero que el diagnóstico es acertado en muchos de los síntomas, pero que no identifica correctamente las causas ni propone una estrategia política que permita suturar esta división profunda en vez de agravarla todavía más. Uno de los errores consiste en hablar de la "unidad de clase" como algo preexistente, como si hubiera existido antaño una clase obrera perfectamente homogénea, armoniosa, coherente y sin contradicciones y divisiones internas; como si se tratara de un punto de partida y no de un proyecto que está por construir.

La economista marxista Heidi Hartmann señala, en Un matrimonio mal avenido, cómo los capitalistas de finales del siglo XIX habían estado interesados en integrar a las mujeres en el mercado laboral y cómo esto entró en conflicto con los deseos de muchos hombres obreros, que decidieron empezar a abogar por un salario familiar que expulsara a las mujeres de la esfera productiva, pues para estos trabajadores convertir a las mujeres en asalariadas suponía perder el rol de cabeza de familia y buena parte del control sobre sus respectivas esposas, además de verse los salarios medios disminuidos. Los capitalistas, dice Hartmann, se dieron cuenta de que las mujeres que únicamente realizaban un trabajo reproductivo y de cuidados en el hogar “producían” a trabajadores más sanos que las que asumían una doble carga, por lo que acabarían introduciendo un salario familiar, ajustándose así a estas relaciones patriarcales precapitalistas, a estas estructuras sociales (tanto materiales como simbólicas) previas al modo de producción capitalista. El capital las transformaría, pero se adaptaría también a su funcionamiento. Los grandes capitalistas no salieron perdiendo porque obtuvieron trabajadores más sanos y productivos, pero lo que vemos con claridad es que los hombres obreros se aliaron con el capital para traicionar a sus compañeras y conservar una estrecha parcela de poder.

Ejempos históricos de este tipo nos muestran que muy a menudo se ha sobornado a los penúltimos de la pirámide ofreciéndoles un cierto control y/o poder sobre los que se encontraban debajo (en este caso, las respectivas mujeres de aquellos obreros). Negar o minimizar la existencia de estas contradicciones, de estos agravios y de estas jerarquías en nombre de mantener la unidad sólo nos divide más. Por mucho que las consignas feministas se puedan instrumentalizar para generar mayores divisiones de clase, el truco no funcionaría si no existiera ya una brecha previa entre hombres y mujeres trabajadoras, una experiencia vivida de cosificación, infantilización, acoso y violencia, una herida, una desconfianza justificada. Y no puede exigírsele a las mujeres que hagan un voto de confianza, sin más; esta confianza debe ser reparada.

En su ensayo “Nuestro Marx”, Néstor Kohan analiza cómo, para el alemán, los proletarios no conforman a priori una clase sino que se constituyen como tal a través de su progresiva organización y acción política: la conformación de esta identidad como “clase” se da cuando, en la pluralidad de experiencias y subjetividades que se integrarían dentro de esta proto-clase obrera, se hace (en todas ellas) presente una contradicción antagónica con respecto a los capitalistas. Para tomar consciencia colectiva de esta contradicción antagónica entre proletarios y capitalistas no es necesario un análisis reduccionista que ignore o minimice algunas formas especificas de violencia y explotación para priorizar otras, que tome esa pluralidad de vivencias y experiencias de opresión como un obstáculo explicativo o una amenaza. Por el contrario, esta actitud genera desconfianza y agrava la división que pretendía evitar.

Nos encontramos con que ha surgido en la izquierda una nueva forma de identitarismo que se presenta (y se lee a sí mismo) como un anti-identitarismo, o como una reacción a las "políticas de identidad" (usado el término de forma equívoca y confundiéndose con la filosofía postestructuralista, que en realidad cuestiona y desestabiliza la identidad y es profundamente antiesencialista; quizás la confusión se dé porque algunos autores sí ven con buenos ojos la proliferación de etiquetas identitarias excesivamente genéricas o excesivamente personalizadas, aunque sólo como forma de autodestrucción, o como una forma de visibilizar lo convencional, lo no esencial, de toda categorización). Pueden hacerse (y yo misma he intentado hacer) críticas matizadas y con fundamento a la proliferación excesiva de etiquetas identitarias, y a sus implicaciones y repercusiones, o a esta fetichización de la "disidencia" (las auténticas disidencias nunca son reivindicadas por el capital, sólo la apariencia de disidencia). Es preciso y necesario hablar de la forma en que el capitalismo coopta y neutraliza los movimientos de resistencia, apropiándose de las consignas más liberales y desclasadas, situando estas luchas en el terreno de la batalla cultural, de la batalla por la representación y por el reconocimiento, que son necesarios pero por sí mismos se quedan cortos si no hablamos también de modos y relaciones de producción.

El problema viene cuando esta crítica a "los identitarismos" es reducida a "¿por qué nos estamos centrando tanto últimamente en estudiar las formas específicas de violencia y discriminación que sufren las personas racializadas, LGTB, las mujeres, en vez de hablar de aquello que subyace, aquello que atraviesa a toda la clase trabajadora?", dando por supuesto que es en el obrero blanco de mono azul, en el padre de familia que trabaja en una fábrica, donde confluyen las auténticas o principales experiencias de opresión del proletariado. Parece presuponerse que ese obrero representa las condiciones de existencia de toda la clase trabajadora. Este obrero es tomado, no como una forma de subjetividad más dentro de la clase trabajadora, sino como la clase trabajadora en sí. La subjetividad blanca masculina se convierte en un modelo de neutralidad, de universalidad; se hace una abstracción de las condiciones de toda la clase tomando como referencia las experiencias de este obrero blanco heteronormativo, y por ello el estudio de la violencia patriarcal, heterosexista y racista parece accesorio o secundario, incluso aunque éstas se reconozcan como un producto de la sociedad de clases.

El filósofo Domenico Losurdo nos recuerda, en “La lucha de clases”, cómo el propio Marx emplea en el Manifiesto Comunista la forma plural "luchas de clases" para incidir en las distintas y múltiples formas en que la lucha de clases puede concretarse; no se trata de una mera duplicación o repetición, de una lucha siempre idéntica, sino de distintas facetas y determinaciones de la misma lucha.

Está claro que si intentamos hablar con rigor de las formas de violencia y discriminación que sufre la mujer, o el colectivo LGTB, no podemos quedarnos en un estadio ingenuo y exclamar que nos discriminan porque nos tienen manía, sino que debemos profundizar en el desarrollo de la división sexual del trabajo y en la forma en que el capitalismo se ha nutrido de y ha perpetuado las relaciones patriarcales y el modelo de familia nuclear, pero cuando se hacen universalizaciones abstractas, y cuando se habla de la clase trabajadora en un sentido economicista, se acaba perdiendo de vista lo concreto, y con ello una parte importante de la realidad; se pierde de vista la forma sutil, compleja y no siempre mecánica ni previsible en que se relacionan las determinaciones históricas de clase, raza y género.

Un análisis que sea estrictamente económico puede dar cuenta del porqué de la división sexual, social e internacional de trabajo, pero el proceso de acumulación de capital por sí mismo difícilmente explicará por qué son unos individuos determinados con unas características determinadas, y no otros, quienes ocupan cada posición: son las relaciones históricas y sociales las que determinan quiénes ocupan un determinado lugar en esa jerarquía.

En “Capitalismo racial, el carácter no objetivo del desarrollo capitalista”, Cedrick J. Robinson incide en cómo el desarrollo y la expansión mundial del capitalismo no puede entenderse propiamente sin el racismo y el nacionalismo preexistentes en la sociedad feudal europea (que ya había racializado a judíos, irlandeses o gitanos para justificar invasiones, expolios y esclavitud), y que habría influido de forma decisiva en la configuración de la producción capitalista.

La raza como determinación histórica ha ido de la mano de la sociedad de clases, y la opresión racial tal y como se articula en la actualidad no puede entenderse sin el rastro del imperialismo y el colonialismo capitalistas, sin aludir a la división internacional del trabajo, pero un análisis que se reduzca a algo así como "no sufren por ser racializados, sino por ser pobres, así que deberían organizarse únicamente en tanto que clase trabajadora, dejando de lado identitarismos raciales", estará subestimando por completo la fuerza de las formas y las relaciones históricas y sociales, y estará ignorando que ese "identitarismo" es un identitarismo de resistencia, una forma de organizarse políticamente alrededor de formas de discriminación comunes, no una elección, ni una autoafirmación, pues la condición de "racializado" se sigue de ser excluido de la identidad hegemónica blanca.

No querer entrar en un juego tramposo en la línea de "a ver quién está más oprimido", de sumas y restas de privilegios desplegados en una lista, no implica ignorar que hay contradicciones que atraviesan a la propia clase trabajadora, jerarquías, y que ésta es heterogénea y diversa.

El feminismo y el antirracismo no han dividido a la clase obrera, sino que responden a una división previa; la misoginia y el supremacismo blanco -también productos de la ideología dominante-, las relaciones patriarcales y el imperialismo, la división sexual e internacional del trabajo de la que se ha nutrido el capitalismo: todos estos factores dividen a la clase obrera, generan brechas y heridas difíciles de suturar, aparentes intereses inmediatos opuestos, una visión parcial (o parcializada) de la realidad.

Parece existir una facción del movimiento obrero que envidia la forma en que la ultraderecha ha sabido captar a un sector de la clase trabajadora, principalmente blanca y masculina, que puede haberse sentido descuidada o incluso repudiada por la izquierda. Y considero que algunas de las quejas de ese sector pueden ser legítimas, como el hecho de que estén hartos de que se les ponga a menudo a la misma altura que quienes gozan de auténticos privilegios y poder cuando también tienen que deslomarse para llegar a fin de mes. Pero también es importante recordar que una parte considerable de estos obreros, precisamente porque reproducen la ideología dominante, y por tanto supremacista, heterosexista y patriarcal, se sienten más cómodos buscando un cabeza de turco entre los colectivos más marginalizados y precarizados, culpando a los inmigrantes de su situación de desempleo o de precariedad laboral, deshumanizándoles, creyendo que por el hecho de ser blancos y nativos merecen una mayor parte del pastel, mejor sueldo y más ayudas estatales, que enfrentandose a los grandes capitalistas.

No deberíamos alienar ni demonizar por completo a estos sectores más reaccionarios y conservadores de la clase obrera, negándonos a reconocerles como interlocutores, pero tampoco deberíamos acomodar nuestro discurso y estrategia política a lo que ellos quieran oír, porque no aspiramos al mismo modelo de sociedad que quien menosprecia a los inmigrantes y quiere mantener intactas las relaciones de género y el modelo tradicional de familia nuclear heteronormativa. Porque en la mayoría de los casos quien asegura que se ha hecho de derechas porque la izquierda supuestamente sólo se ocupa de los "plurisexuales panrománticos" y otros "desvaríos posmodernos", quien toma a actores o modelos famosos y privilegiados como si representaran las condiciones de vida de la comunidad LGTB, en realidad está buscando una excusa conveniente y también te miraría mal simplemente por tener pluma. Podemos dialogar, podemos hacer pedagogía, podemos hacer autocrítica respecto a cómo articulamos ciertos mensajes, podemos tratar de hacerles comprender que son los penúltimos arremetiendo contra los últimos y que están golpeando hacia abajo en vez de hacia arriba, pero no podemos jugar al mismo juego que la ultraderecha y, en pos de contrarrestar los excesos identitarios, caer en otra clase de identitarismo mucho más hegemónico y peligroso.

Las mujeres de clase trabajadora no podremos emanciparnos dentro del actual marco capitalista, sólo aspiraremos a medidas simbólicas y reformistas, pero señalar esto no significa afirmar que la socialización de los medios de producción, por sí misma, sin una profunda transformación de las conciencias, conduzca de forma determinista y mecánica a la erradicación de las formas históricas, de las relaciones de género, que no queden fuertes remanentes de las mismas que adopten otras apariencias. Y creo que lo mismo podría aplicarse a la situación de las personas racializadas, migrantes, subalternas. Marx y Engels hicieron especial hincapié en lo estrictamente económico precisamente porque estaban contrarrestando una filosofía de la historia que parecía hablar únicamente en clave de un progreso de la conciencia y las ideas, pero hay indicios claros que sugieren que para ellos (especialmente en el caso de Engels) la relación entre base y superestructura tampoco sería absolutamente unidireccional, mecánica, simple o previsible. La producción no es solamente una producción de mercancías, sino también de sujetos historizados.


lunes, 14 de diciembre de 2020

Acerca de las "Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social", de Simone Weil

 Comentario y análisis de fragmentos seleccionados del texto Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, de Simone Weil


Vivimos en un mundo donde nada es a la medida del hombre; hay una monstruosa desproporción entre el cuerpo del hombre, su espíritu y las cosas que constituyen actualmente los elementos de la vida humana; todo está desequilibrado”.

Simone Weil caracteriza de esta forma la crisis del pensamiento en el seno del desarrollo de la técnica y la producción industrial. Nos encontramos ante la expansión de una razón instrumental que se rige por el culto al cálculo, la abstracción lógico-matemática y el conocimiento acumulativo (la cantidad es convertida en cualidad), pero que deja atrás toda reflexión filosófica o metacientífica y acaba invirtiendo la relación entre medios y fines. Los instrumentos que el hombre ha creado (como los mercados, la ciencia y la tecnología) ya no son un medio para la realización del espíritu humano, ni para la satisfacción de sus necesidades, sino que las necesidades humanas son sacrificadas, moldeadas y explotadas en nombre de la expansión y el crecimiento de estos instrumentos. La acumulación de información y datos y la hiper-especialización de las ciencias produce una subjetividad y una mirada cada vez más parcial y limitada, y en este escenario el individuo tiene dificultades para obtener una imagen de conjunto, para poder detenerse a reflexionar críticamente acerca de los mecanismos y engranajes sociales en los que se encuentra inmerso, porque éstos se le presentan como inabarcablemente complejos, casi fantasmales. Esa “imagen de conjunto” es necesaria para organizar, planear y deliberar, y esto es precisamente lo que se le está arrebatando progresivamente al ser humano.

El individuo particular se encuentra relacionándose con la burocracia, los mercados o el devenir de la historia entregándose a ellos, sometiéndose pasivamente a aquello que identifica como un mecanismo inexorable, olvidando que es de él de quien dependen, de forma análoga a cómo el trabajador enajenado se distancia del producto de su trabajo y, en vez de adueñarse de él, se convierte en su esclavo.


Allí donde las opiniones irracionales sustituyen a las ideas, la fuerza lo puede todo”

Como señalábamos anteriormente, el individuo se encuentra inmerso en un escenario social profundamente burocratizado, escindido como una cadena de montaje, gobernado por una compleja red de relaciones difíciles de trazar y comprender en su conjunto, y por esa razón es habitual que en su frustración y en su empeño por comprender quién y cómo acapara el poder, busque atajos fáciles y cree mitos, conspiraciones, fantasmas y chivos expiatorios. Simone Weil denuncia, a lo largo de su obra de contenido más político, lo peligroso de los relatos proféticos y victimistas y lo ilusorio del lenguaje político, de la apelación constante pero difusa e imprecisa a conceptos como “el progreso”, “la justicia” o “la identidad nacional”.

En este fragmento Weil ofrece una réplica, tanto a la aserción común de que el totalitarismo aniquila todo pensamiento, como a la idea de que la fuerza no es capaz de doblegar el pensamiento; pues, en opinión de Weil, es precisamente en la ausencia de pensamiento donde se siembra el germen del totalitarismo y donde la fuerza puede dominarlo todo. Estas palabras pueden recordarnos a la noción de la “banalidad del mal” de Arendt, donde la falta de reflexión y atención crítica, la reproducción automática de normas y conductas estandarizadas, facilita la expansión del mal.