miércoles, 2 de junio de 2021

¿Es el BDSM una cosa de boomers? (PlayZ)

Versión íntegra de mis respuestas a Luna Miguel para su reportaje en PlayZ "¿Es el BDSM una cosa de boomers?"

—Es un eterno debate que no parece terminar, pero que hoy, tras el MeToo, parece cobrar nuevos sentidos: ¿el BDSM es una práctica empoderadora o por el contrario está empapada de otras violencias históricamente perpetradas contra el cuerpo de las mujeres?

Creo que la pregunta no debería ser "¿son todas las prácticas asociadas al BDSM siempre empoderantes (o, por el contrario, siempre profundamente violentas y problemáticas)?", sino "¿es problemática la popularización de estas prácticas entre personas muy jóvenes e impresionables, cuyos marcos de referencia son los de un imaginario sexual heteronormativo, coitocéntrico, androcéntrico, que erotiza la violencia y la vejación de las mujeres, que fetichiza la inocencia y la  vulnerabilidad, en un contexto de violencia sexual epidémica contra las mujeres?"

Durante años me escribieron chicas jóvenes contándome que muchas de sus parejas sexuales masculinas (y a veces incluso la mayoría) hacían el amago de ahogarlas o les daban azotes fuertes sin que esto se hubiera acordado de antemano. O que lo habían aceptado a regañadientes porque se habían sentido presionadas, porque creían que era "lo normal", parte de un guión implícito. Porque habían aprendido a anteponer el placer de su pareja sexual a su propia comodidad y bienestar, a adoptar un rol complaciente, a erotizar esa subyugación.

Y creo que durante años una parte de la comunidad BDSM se ha limitado a escudarse en que el lema de la misma siempre ha sido "sano, seguro y consensuado" y que, por lo tanto, si existe un abuso, automáticamente deja de tratarse de BDSM. Sabemos, sin embargo, que el consentimiento es una escala de grises, y que si uno ha creado un escenario en el que su pareja sexual no se siente verdaderamente segura para decir "no", un "sí" no es suficiente. Es imprescindible atender al contexto, a las dinámicas que reproducimos también fuera del dormitorio, para saber si lo que ocurre en él es "sano, seguro y consensuado", si ambas partes son capaces de expresar sin reparos cuáles son sus límites. Y esto es algo que difícilmente pueda sopesar una chica de 16 años, esto es algo que yo misma no supe analizar hasta hace relativamente poco, y mujeres muy formadas en el feminismo me han contado que también se han encontrado tolerando, normalizando y erotizando situaciones abusivas en un pasado relativamente reciente.

Entiendo que muchas personas -especialmente las que entraron en contacto con estos kinks en espacios más concienciados y disidentes y menos heteronormativos, y no a través del porno- quieran desmarcarse de estos comportamientos, que se sientan injustamente atacadas y difamadas, que digan "el BDSM real no es así", pero saben cuánta gente autodenominada "dominante" acaba agrediendo, saben que no es algo puntual ni anecdótico, y limitarse a decir "es que entonces no es BDSM auténtico, son possers e infiltrados" en la práctica no resuelve ni previene nada, y mi prioridad siempre será poner sobre aviso y aportar herramientas a las personas más jóvenes e impresionables.

Creo que es posible abrazar algunas prácticas asociadas al BDSM de forma saludable (quizás a alguna gente le sorprenda que yo diga esto), pero que se trata de una pendiente resbaladiza, y que es peligroso (o, como mínimo, problematizable) cuando se hace mainstream, pues cuando algo se hace mainstream en nuestra cultura de masas, (casi) siempre queda reducido a imágenes descontextualizadas y consignas fáciles, se pierde todo matiz y toda sutileza.


—El dolor y la violencia, ¿de qué manera caben en la práctica de una sexualidad libre, consensuada y consentida?


Soy consciente de que existen algunas personas con más predisposición que otras a disfrutar de un cierto grado de dolor, por ejemplo, pero no por ello podemos ignorar la forma en que las relaciones históricas y sociales (de género, raza y clase) y el imaginario sexual colectivo median en la configuración de nuestra sexualidad, de nuestras preferencias y deseos, de nuestras fantasías. No creo que sea casual que la mayoría de las mujeres -siempre hay excepciones- tengan fantasías de sumisión, que ese sea prácticamente el punto de partida de la mayoría, cuando vivimos expuestas a un bombardeo de imágenes y narrativas que romantizan o erotizan nuestro sometimiento (dentro y fuera del dormitorio).

Según las estadísticas de usuarios activos en FetLife (orientativas), sólo el 12% de las mujeres que llevan a cabo prácticas BDSM y/o fetichistas serían dominantes (sumando las etiquetas "dom", "domme", "mistress", "top" y "sadist"), mientras que el 13% de los hombres serían sumisos (sumando las etiquetas "sub", "slave", "bottom", "brat", "pet" y "masochist"). Es muy probable que estos números estén algo sesgados y que las mujeres sexualmente dominantes sean más reacias a expresar sus fantasías y/o no participen tanto en espacios online, y que los hombres sumisos (especialmente los heterosexuales) puedan sentirse juzgados y ridiculizados, pero lo que parece evidente es que no es un reparto proporcionado o equitativo.
Tampoco me parece casual que la mayoría de marikas jóvenes, delgados y con una expresión de género más femenina tiendan a adoptar roles más sumisos. Yo misma tendía (con los años cada vez menos) a adoptar roles sumisos y pasivos con hombres pero más activos (quizás no "dominantes" propiamente) con mujeres, y esto es algo bastante habitual debido a que tendemos a configurar nuestro deseo y nuestras fantasías de acuerdo al imaginario sexual dominante y los esquemas heteronormativos.
No pretendo decir que todas las personas que practican BDSM adoptando roles sumisos o switch hayan sufrido violencias sexuales en su infancia o adolescencia (hay mujeres que han sufrido una gran represión sexual y tienen fantasías de violación porque estas fantasías les permiten imaginarse en escenarios que, al quitarles agencia, también les quitan el sentimiento de culpa -aunque las supervivientes de violencia sexual sí arrastren sentimientos de culpa-), pero en mi experiencia sí es algo bastante común. El caso es que hay supervivientes de violencias sexuales que consiguen reconciliarse con su sexualidad y reescribir determinados malos recuerdos y asociaciones a través de simulaciones y juegos de rol que les permiten recuperar la agencia que una vez les arrebataron, pero creo que poder llevar esto a cabo de forma saludable requiere mucha experiencia, un profundo trabajo previo de introspección y de análisis del propio trauma, una pareja sexual que anteponga tu bienestar a su placer (y debido al contexto social de violencia epidémica contra las mujeres, a la socialización masculina en el dominio y la posesividad y al impacto del imaginario pornográfico, que un hombre muestre un especial interés en ejercer control o infligir dolor -incluso en el contexto de un juego pactado- es más bien un factor de riesgo y algo que debe vigilar y regular, no abrazar sin más, y mucho menos convertir en parte de su identidad), y muy a menudo el acompañamiento de un terapeuta especializado en violencias sexuales, y no es habitual que se dé todo esto, mucho menos en personas jóvenes.
Y es perfectamente normal erotizar la violencia que has sufrido para sobrevivir a ella o reescribirla, pero no creo que esa recreación se pueda llevar a cabo intuitivamente de forma saludable (sin que esos encuentros sexuales se conviertan en algo compulsivo, o en una forma de "autolesión asistida" en el caso de la sumisión masoquista), y me temo que normalmente suele agravar el problema.
 
Sé que algunos de mis análisis pueden sonar paternalistas y patologizantes desde fuera, y entiendo que puedan suscitar una cierta resistencia y actitudes a la defensiva, pero la cruda realidad es que la mayoría de las mujeres (y marikas) acabamos arrepintiéndonos de muchas de nuestras experiencias sexuales cuando las analizamos en retrospectiva, cuando con el paso de los años empezamos a ser capaces de identificar todos los elementos coercitivos que entraron en juego y que en su momento pasamos por alto, y de ahí que las chicas adolescentes o jovencísimas sean el principal objetivo de los depredadores sexuales.

El consentimiento, como decía, comprende una escala de grises y es más complejo y sutil de lo que a menudo parece. A veces me llevo la impresión de que algunas personas creen que el consentimiento en el contexto de las prácticas BDSM consiste únicamente en hablar y acordar de antemano qué prácticas se van a realizar y cuál es la palabra o código de seguridad, sin prestar debida atención a cómo, por ejemplo, una de las dos partes podría estar buscando desesperadamente la aprobación y validación de la primera, cómo una de las dos partes podría estar castigando a la otra con silencios o expresando decepción cuando la otra rechaza sus peticiones.
Hay un subtexto que a veces queda inexplorado, y que para mí es todavía más relevante que las conversaciones que se puedan tener en voz alta. El problema es que no pocas veces la parte sexualmente "sumisa" es también la parte más joven e inexperta, feminizada y con menos recursos económicos, es decir, en una relativa desventaja y con mayores dificultades para plantarse y expresar (o saber siquiera) cuáles son sus límites.


—He visto algunos memes de pensadoras y creadoras jóvenes —millennials tardías o zoomers— trayendo este complejo debate a las redes, ¿es el BDSM una cosa de Boomers? (Boomers Dando Siempre Malrrollazo, he). ¿O a qué crees que se debe esta especie de ruptura generacional?


Como millenial no tan tardía, creo (y esto es un suponer) que los fandoms de Tumblr y la popularización de los fanfics tuvieron algo que ver con que el BDSM ganara muchísima tracción y visibilidad entre chicas jovencísimas entre 2010 y 2016 aproximadamente; he observado que muchas chicas que ahora tienen 20 años o menos -quizás porque desde 2016 hasta ahora han ido institucionalizándose y ganando visibilidad en España discursos feministas más escépticos respecto a la pretendida liberación sexual femenina, abolicionistas del sistema prostituyente, etc-, no han vivido ese "boom" y lo conciben de otra forma, haciendo memes y siendo críticas desde la ironía, sin estigmatizar estas prácticas pero reconociendo que no parece haber mucha transgresión ni disidencia en que la mayoría de las mujeres tiendan por inercia a adoptar un rol sumiso y eroticen su propia vejación en un contexto de violencia y sometimiento de las mujeres. Mucha gente cree que 50 Sombras de Grey (denunciada casi unánimemente por la comunidad BDSM, eso hay que decirlo) supuso un punto de inflexión, pero el fanfic en el que está basado se viralizó años antes de que saliera la película y tuvo éxito porque ya resonaba con un imaginario previo. Yo situaría esa etapa de "BDSM mainstream y heteronormativo" en esos años, cuando previamente había residido en los márgenes y las disidencias sexuales (no lo que sería la erotización de las relaciones de poder de género, que esto viene de más lejos, sino el BDSM como comunidad o subcultura que exploraría esto mismo -en algunos caso subvirtiéndolo- bajo el lema de "sano, seguro y consensuado").

Soy consciente de que históricamente se ha leído como "perversa", "degenerada" y parafílica toda expresión de disidencia sexoafectiva y de género, que el "pensad en los niños" ha llegado a usarse como pretexto para perseguir a quienes se salían de los márgenes; por eso entiendo que algunas personas LGTB pertenecientes a colectivos "kinky" puedan ponerse instintivamente a la defensiva frente a análisis en la línea del mío, identificándolos con el pánico moral conservador, de ahí el querer dejar claro desde qué lugar estoy hablando, que no hay ninguna clase de "persecución selectiva" (ni siquiera persecución) en mi caso, sino una crítica al imaginario sexual hegemónico que nos atraviesa a todos, reflejado y reforzado por la pornografía (un imaginario androcéntrico y coitocéntrico que pone el placer de los hombres en el centro, y desde el que se tiende a erotizar el control y la exhibición de dominio masculino y la complacencia, la sumisión y la vejación de la mujer y de los sujetos feminizados).

—¿Algún referente sobre todos estos temas que te gustaría compartir con nosotrxs?


Me parecieron muy necesarios, claros e ilustrativos los artículos que publicaron Beatriz Gimeno y Carmen Magdaleno acerca de la empatía (no necesariamente emocional, pero sí cognitiva) como condición necesaria para mantener relaciones sexuales (y sexoafectivas) sanas y simétricas. Soy muy ermitaña y tengo contacto con muy pocas exponentes/referentes feministas, pero las he seguido bastante a ambas (y a Beatriz Ranea e Isabel Benítez) porque son voces abolicionistas del sistema prostituyente que no tienen dejes o lapsus puritanos y que hablan de estas cuestiones desde una perspectiva de clase y desde la ternura y la comprensión.

sábado, 17 de abril de 2021

El abolicionismo y el regulacionismo de la prostitución en relación con las distintas concepciones de la libertad y la (auto)propiedad


En este artículo me propongo abordar el debate alrededor de la regulación (o despenalización) de la prostitución, analizando y exponiendo los diversos enfoques, propuestas y discursos (y sus marcos normativos implícitos), relacionándolos asimismo con distintas concepciones de la libertad y la propiedad defendidas por diversas corrientes de la filosofía política y la filosofía del derecho. Poner sobre la mesa las distintas concepciones de la libertad y de la justicia de las que emanan (o en las que se fundamentan) estos posicionamientos con respecto a la regulación o despenalización de la prostitución puede permitirnos elucidar e ir al núcleo de lo que realmente está en juego en estos debates.

Empezaré tratando de resumir el estado de los debates acerca de la prostitución. Me detendré también brevemente en las diferencias entre el abolicionismo y el prohibicionismo de la prostitución. Apuntaré, asimismo, por qué considero que el consentimiento sexual es cualitativamente distinto al consentimiento en otros ámbitos, y señalaré algunas diferencias entre la prostitución o el alquiler de vientres y el trabajo asalariado y enajenado.

lunes, 11 de enero de 2021

Simmel y Freud: un malestar trágico



Simmel y el carácter trágico de la cultura contemporánea


Autores consagrados como Nietzsche, Freud, Marx, Adorno, Horkheimer y Simone Weil han problematizado la relación del hombre con la cultura y los valores en el seno del desarrollo de la técnica y la producción industrial. El filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel nos presenta también, en su texto “El concepto y la tragedia de la cultura” (1911), un diagnóstico pesimista y una mirada crítica respecto al impacto que tendría en los hombres este desarrollo exponencial de la técnica, que al encontrarse en un estadio avanzado tendiría siempre a regirse por una lógica propia y a dejar de estar al servicio de las necesidades humanas. En la modernidad tardía (y la posmodernidad) nos encontraríamos ante la expansión de una razón instrumental que se rige por el culto al cálculo, la abstracción lógico-matemática y el conocimiento acumulativo (la cantidad es convertida, por sí misma, en cualidad), pero que deja atrás toda reflexión filosófica o metacientífica y acaba invirtiendo la relación entre medios y fines. Es decir, los instrumentos que el hombre habría creado para transformar su mundo y acomodarlo a él (como la ciencia, la tecnología o los mercados) ya no son un medio para la realización del espíritu humano, ni para la satisfacción de sus necesidades, sino que las necesidades humanas son sacrificadas, moldeadas y explotadas en nombre de la expansión de estos instrumentos. Además, la acumulación de información y datos y la hiper-especialización de las ciencias producen una subjetividad y una mirada cada vez más parcial, y en este escenario el individuo tiene dificultades para obtener una imagen de conjunto, una narrativa coherente en la que inscribirse y dotar de sentido a sus experiencias.

Simmel incorpora el término “tragedia” para referirse a este fenómeno. La tragedia se produce cuando la tesis y la antítesis no consiguen formar una síntesis coherente y unificadora. Los productos culturales, para Simmel, llevan consigo un destino trágico, porque son formas que el hombre ha creado para “negar” (en vez de adaptarse pasivamente a) y transformar su entorno, con tal de suplir las carencias y necesidades propias de determinadas circunstancias o fases del desarrollo humano, y sin embargo estas formas se solidifican y perduran incluso cuando ya no resultan verdaderamente útiles o beneficiosas; adquieren vida propia, se las dota de valor por sí mismas, y aquello que habría sido ideado como un medio a nuestro servicio se convierte en un fin en sí mismo. Los individuos que, habiendo sido ya superada la necesidad clara e inmediata de estos productos culturales, se relacionan con ellos, lo hacen habiendo perdido contacto con su origen, tomándolos como algo dado, naturalizándolos, como si estuvieran imbuidos de un cierto carácter místico. Para Simmel todos los productos culturales son separados de su origen (se difumina el por quién, cuándo y para qué fueron creados), convertidos en fetiche, de forma parecida (aunque no idéntica) a cómo lo hacen las mercancías para Marx. Para Marx, el trabajador enajenado se apropia de la naturaleza para producir un objeto, pero la realización de esa producción es vivida como una pérdida; el trabajador no actualiza su esencia como ser productivo (se enajena, también, de ésta), no despliega su potencial ni se siente realizado, en tanto que produce por y para otro. También en Marx se produce una inversión, por la cual se antropomorfizan los objetos del trabajo humano (que podríamos entender como “trabajo objetualizado”), se les dota de vida propia, adquieren una condición independiente, mística y fantasmagórica, al mismo tiempo que se cosifican y mercantilizan las relaciones sociales. Así como el trabajador enajenado se convierte para Marx en esclavo del producto de su trabajo, el hombre inscrito en una determinada cultura puede acabar convirtiéndose, para Simmel, en esclavo de los productos culturales que otros hombres crearon antes que él.

Así pues, los productos de la cultura subjetiva, vinculada a las experiencias y necesidades humanas, se objetivan, cobran vida, se vuelven autónomas, se dan la regla a sí mismas. Esta dualidad de la cultura (objetiva-subjetiva) genera una contradicción. El objeto cultural tiene su origen en la acción humana, en la acción de los sujetos, pero termina por desligarse de estos y de los propósitos para los que fue creado en primer lugar.

La cultura subjetiva tendría para Simmel el propósito de desplegar las potencialidades del espíritu humano que se encuentran encerradas en su subjetividad, y que no pueden realizarse sin la existencia de un contrario, de un polo opuesto, sin un punto intermedio que permita al sujeto “regresar” a su subjetividad (no hay posibilidad de regreso si se parte del punto A hasta el punto A) habiéndola transformado. Estamos hablando de un movimiento dialéctico, de una contradicción (o “negación” en Hegel, o “antítesis” en Fichte y Marx) que hace posible la posterior unificación y superación mutua, y el regreso a una afirmación o tesis que ya no será la misma.

Nuestra relación con los objetos debería tener como fin completar este recorrido, efectuar el despliegue de nuestras capacidades, despliegue que sólo podrá efectuarse en un entorno artificialmente creado, ocupado por los productos de la creación humana (en Hannah Arendt vemos un “Mundo” artifcial que es condición de posibilidad de la política, de la esfera propiamente humana). Lo trágico es que las culturas subjetivas y objetivas no están pudiendo alcanzar una síntesis.


Sobreexcitación, abstracción y neurosis


Simmel nos hablará, asimismo, de cómo el individuo moderno inscrito en esta época trágica formaría parte de un engranaje frenético, deshumanizante y alienante en el que habría perdido su sentido de la identidad, donde, como decíamos, no podría hallar un hilo conductor o relato en el que inscribirse y a través del cual dar sentido a sus experiencias e impresiones, o un propósito a su vida. El individuo contemporáneo “se ha convertido en un mero trazo en la enorme organización de poderes y de cosas” (Simmel, 1993). Este individuo se encontraria simultáneamente sobreexcitado (por una sobreabundancia de estímulos y un ritmo de vida cada vez más acelerado) y sometido a una represión ascética de sus impulsos.

Simmel considera que el individuo puede responder de dos maneras frente a esta contradicción. O bien se des-sensibiliza y hace uso de un mecanismo adaptativo que hoy conocemos como “intelectualización”, y que consistiría en relacionarse con las personas y los eventos de forma abstracta (como si fueran meras operaciones lógicas o matemáticas) con tal de distanciarse y entumecerse emocionalmente (“nos acostumbramos a abstracciones continuas, a la indiferencia hacia lo que está espacialmente próximo y a una relación íntima con todo aquello que está espacialmente lejano” (Simmel, 1993); o bien esa alternancia constante entre la represión y la excitación de sus pasiones acaba implosionando y manifestándose en forma de agresividad o de psicopatologías (Brenna B., 2009) Es decir, o bien nos volvemos pasivos, indolentes y emocionalmente distantes, o bien nos neurotizamos. Podemos encontrar en este punto (en el intento del individuo por reprimir estas emociones e impulsos que están siendo sobreexcitados, y en cómo esta tensión puede estallar en forma de agresividad o neurosis) un cierto paralelismo con la voz moral o “superyó” de Freud, que reprime o sublima (canaliza de forma artística o intelectual) tanto las pulsiones sexuales como las agresivas.


Freud, la dialéctica del superyó y el tabú como producto cultural trágico


El psicoanálisis trata, mediante métodos como la hipnosis, la catarsis o la escritura automática, de hacer aflorar aquello que se encuentra latente en un estadio pre-racional o irracional. Mediante la terapia psicoanalítica se pretendería, entonces, suturar esa brecha creada entre la cultura subjetiva y los productos de ésta que han sido objetivados (es decir, la cultura objetiva). Pues si los objetos o productos culturales adquieren para Simmel vida propia y una lógica autónoma es precisamente porque el sujeto los fetichiza, olvida por quién y para qué fueron creados. La diferencia radica en que, para Freud, el objetivo mismo de estos productos y creaciones culturales ha sido tapar, velar su fundamento u origen irracional (la sexualidad). En cualquier caso, cerraríamos un círculo al recorrer la genealogía de estos productos culturales, de las convenciones, de los rituales, de los constructos y relaciones sociales. Comprender la función que determinados mecanismos (sublimación, identificación, ideación abstracta o intelectualización, negación, proyección) juegan en la cultura y también en nuestro psiquismo (pues estos se retroalimentan), comprender su origen y razón de ser, es para el psicoanalista el paso previo a la curación o el alivio del malestar que la cultura ha infligido en un sujeto individual.

El yo autónomo, coherente y unitario de la modernidad es para Freud una ilusión (pues el “yo” se encontrará fragmentado, condicionado por mecanismos que subyacen y escapan a su conciencia), y esta ilusión de unidad, así como esta “conciencia de sí” como algo individual y diferenciado del entorno, se produce también como un movimiento triádico y dialéctico. Tenemos un primer momento en el que el lactante no se distingue a sí mismo como un ente o sujeto diferenciado de su entorno. Un segundo momento en el que el lactante siente placer a través de sus órganos, entendiendo que forma un “todo” unitario con ellos. Más tarde siente dolor o displacer a causa de algún objeto o cuerpo externo (se cae, o choca con su cuna, por ejemplo), y entonces se da de bruces con un mundo exterior contrapuesto a él, diferenciado de él. Es así como se produce en él el principio de realidad. Pasamos de la “nada” o el “todo” (ni yo ni no-yo) al yo, y del yo (diferenciado de ese “todo”) al no-yo (el resto de ese “todo”), pero en esta fase o momento del “no-yo” se conservará de forma latente el recuerdo de un “todo” indiferenciado, y algunos productos culturales lo evocarán en el sujeto.

El principio de placer pierde su primacía en la experiencia del individuo a medida que su psiquismo evoluciona; el principio de realidad se va extendiendo. Por esta misma razón, el individuo puede dejar de priorizar la búsqueda del placer, la búsqueda de la satisfacción de los deseos, como medio para aproximarse a la felicidad, y anteponer a esta última la seguridad, la minimización del displacer y del dolor. Además, el propio hombre va corroborando, en su empeño por alcanzar la felicidad, que esta parece inalcanzable como un estado a largo plazo: “nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable” (Freud, 2017). El individuo puede acabar optando por la reclusión y el aislamiento, es decir, por reprimir, intelectualizar o sublimar sus instintos y pasiones, como un medio para evitar el dolor, más que para alcanzar la felicidad propiamente. Esta actitud ascética, que puede ser también producto del sistema de valores de una determinada cultura (una cultura que repruebe y castigue los placeres sensuales y sexuales, por ejemplo, dejando reflejado este rechazo en la conciencia moral -superyó- del individuo), generará malestar.

Podemos decir que el sentimiento de culpa está estrechamente vinculado al principio de realidad y al deseo (consciente o inconsciente) de evitar el displacer, aunque sea una operación contraproducente y en última instancia produzca un mayor malestar. Me explico. En la adquisición y refuerzo del “superyó” vemos también un movimiento dialéctico: partimos de una fuerza o autoridad externa que regula y prescribe cuáles deberán ser los comportamientos adecuados, y reprueba y castiga aquellos que son considerados inaceptables. Después, el individuo interioriza esta figura autoritaria, así como el sistema de creencias y códigos morales que de él se desprenden. Cuando el individuo, tras haber adquirido esta conciencia moral, se enfrenta a la adversidad, cuando es “castigado” por el principio de realidad, identifica este dolor o displacer con el dolor y displacer producidos por el castigo de esa autoridad, de esa figura de referencia moral (que en el núcleo familiar se correspondería con la figura paterna), y al hacer esta asociación asume que debe haber hecho algo para merecer ese dolor, lo cual refuerza su necesidad de inspeccionarse moralmente y su sentimiento de culpa. Freud considera que cuanto más virtuoso sea el individuo, mayor será su sentimiento de culpa, pues sostiene que la represión (que el virtuoso habrá puesto en práctica con tal de no incurrir en trangresiones morales) aumenta el deseo de hacer aquello que se reprime, y el superyó, a diferencia de la autoridad moral externa, no distingue entre pensamiento y obra, ni entre deseo y acto.

El superyó, esta conciencia moral culturalmente determinada, regula tanto las pulsiones sexuales (eros) como las agresivas (tanathos) y tendría su razón de ser en la necesidad de restringir y dividir las libertades, de impedir que un individuo tenga una libertad absoluta para desplegar sus impulsos libidinales y agresivos contra los demás, para poder coexistir y cooperar en sociedad. Freud nos habla de una “fase totémica” que todas las formas de organización y relación social atravesarían al llegar a un determinado estadio de su desarrollo, ilustrándola con el ejemplo de una relación intrafamiliar en la cual los hijos se reparten el poder o la autoridad que antes residía en el padre, en el cabeza de familia tiránico. El incesto pasa a ser un tabú (todo deseo incestuoso se reprime, frustra o sublima) precisamente con el fin de evitar que se produzca. Esta conciencia moral culturalmente construida y reforzada es un objeto o producto indispensable que, sin embargo, sigue persistiendo incluso en los contextos en los que no se tiene necesidad del mismo (o no hasta ese extremo), y produce malestar. En la sociedad contemporánea (y muy especialmente en la Viena victoriana en la que escribía Freud) los tabúes se habrían multiplicado, y con ellos el sentimiento de culpa y el neuroticismo.

A pesar de la centralidad que muchos atribuyen a los impulsos libidinales en la obra de Freud (probablemente por ser de los primeros autores en teorizar acerca de la sexualidad en esa línea, y por hacerlo en un contexto cultural puritano), son los impulsos agresivos, el tánathos, aquello que la cultura objetiva procuraría frustrar o sublimar con mayor urgencia. A pesar de la asfixia y el neutoricismo provocados por los tabúes sexuales en la época contemporánea, en realidad la cultura objetiva tendiría de forma natural a aproximarse al eros, al placer, como medio para alcanzar la felicidad.




REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Brenna B., Jorge E.. (2009). De la tragedia al malestar en la cultura: Georg Simmel y Sigmund Freud. Argumentos (México, D.F.), 22(60), 59-78.

Freud, S. (2017). El malestar en la cultura (Vol. 328). Ediciones Akal.

Friby, D. (1998). Georg Simmel: Primer sociólogo de la modernidad. En Modernidad y postmodernidad. (pp. 51-86). Alianza.

Simmel, G. (1933). Concepto y Tragedia de la Cultura. Revista de Occidente, (124), 36-77.

Zuluaga, J. P. G. (2007). Freud y Simmel o dos paseantes por la metrópolis moderna. Universitas philosophica, 24(48), 29-69.