lunes, 11 de enero de 2021

Simmel y Freud: un malestar trágico



Simmel y el carácter trágico de la cultura contemporánea


Autores consagrados como Nietzsche, Freud, Marx, Adorno, Horkheimer y Simone Weil han problematizado la relación del hombre con la cultura y los valores en el seno del desarrollo de la técnica y la producción industrial. El filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel nos presenta también, en su texto “El concepto y la tragedia de la cultura” (1911), un diagnóstico pesimista y una mirada crítica respecto al impacto que tendría en los hombres este desarrollo exponencial de la técnica, que al encontrarse en un estadio avanzado tendiría siempre a regirse por una lógica propia y a dejar de estar al servicio de las necesidades humanas. En la modernidad tardía (y la posmodernidad) nos encontraríamos ante la expansión de una razón instrumental que se rige por el culto al cálculo, la abstracción lógico-matemática y el conocimiento acumulativo (la cantidad es convertida, por sí misma, en cualidad), pero que deja atrás toda reflexión filosófica o metacientífica y acaba invirtiendo la relación entre medios y fines. Es decir, los instrumentos que el hombre habría creado para transformar su mundo y acomodarlo a él (como la ciencia, la tecnología o los mercados) ya no son un medio para la realización del espíritu humano, ni para la satisfacción de sus necesidades, sino que las necesidades humanas son sacrificadas, moldeadas y explotadas en nombre de la expansión de estos instrumentos. Además, la acumulación de información y datos y la hiper-especialización de las ciencias producen una subjetividad y una mirada cada vez más parcial, y en este escenario el individuo tiene dificultades para obtener una imagen de conjunto, una narrativa coherente en la que inscribirse y dotar de sentido a sus experiencias.

Simmel incorpora el término “tragedia” para referirse a este fenómeno. La tragedia se produce cuando la tesis y la antítesis no consiguen formar una síntesis coherente y unificadora. Los productos culturales, para Simmel, llevan consigo un destino trágico, porque son formas que el hombre ha creado para “negar” (en vez de adaptarse pasivamente a) y transformar su entorno, con tal de suplir las carencias y necesidades propias de determinadas circunstancias o fases del desarrollo humano, y sin embargo estas formas se solidifican y perduran incluso cuando ya no resultan verdaderamente útiles o beneficiosas; adquieren vida propia, se las dota de valor por sí mismas, y aquello que habría sido ideado como un medio a nuestro servicio se convierte en un fin en sí mismo. Los individuos que, habiendo sido ya superada la necesidad clara e inmediata de estos productos culturales, se relacionan con ellos, lo hacen habiendo perdido contacto con su origen, tomándolos como algo dado, naturalizándolos, como si estuvieran imbuidos de un cierto carácter místico. Para Simmel todos los productos culturales son separados de su origen (se difumina el por quién, cuándo y para qué fueron creados), convertidos en fetiche, de forma parecida (aunque no idéntica) a cómo lo hacen las mercancías para Marx. Para Marx, el trabajador enajenado se apropia de la naturaleza para producir un objeto, pero la realización de esa producción es vivida como una pérdida; el trabajador no actualiza su esencia como ser productivo (se enajena, también, de ésta), no despliega su potencial ni se siente realizado, en tanto que produce por y para otro. También en Marx se produce una inversión, por la cual se antropomorfizan los objetos del trabajo humano (que podríamos entender como “trabajo objetualizado”), se les dota de vida propia, adquieren una condición independiente, mística y fantasmagórica, al mismo tiempo que se cosifican y mercantilizan las relaciones sociales. Así como el trabajador enajenado se convierte para Marx en esclavo del producto de su trabajo, el hombre inscrito en una determinada cultura puede acabar convirtiéndose, para Simmel, en esclavo de los productos culturales que otros hombres crearon antes que él.

Así pues, los productos de la cultura subjetiva, vinculada a las experiencias y necesidades humanas, se objetivan, cobran vida, se vuelven autónomas, se dan la regla a sí mismas. Esta dualidad de la cultura (objetiva-subjetiva) genera una contradicción. El objeto cultural tiene su origen en la acción humana, en la acción de los sujetos, pero termina por desligarse de estos y de los propósitos para los que fue creado en primer lugar.

La cultura subjetiva tendría para Simmel el propósito de desplegar las potencialidades del espíritu humano que se encuentran encerradas en su subjetividad, y que no pueden realizarse sin la existencia de un contrario, de un polo opuesto, sin un punto intermedio que permita al sujeto “regresar” a su subjetividad (no hay posibilidad de regreso si se parte del punto A hasta el punto A) habiéndola transformado. Estamos hablando de un movimiento dialéctico, de una contradicción (o “negación” en Hegel, o “antítesis” en Fichte y Marx) que hace posible la posterior unificación y superación mutua, y el regreso a una afirmación o tesis que ya no será la misma.

Nuestra relación con los objetos debería tener como fin completar este recorrido, efectuar el despliegue de nuestras capacidades, despliegue que sólo podrá efectuarse en un entorno artificialmente creado, ocupado por los productos de la creación humana (en Hannah Arendt vemos un “Mundo” artifcial que es condición de posibilidad de la política, de la esfera propiamente humana). Lo trágico es que las culturas subjetivas y objetivas no están pudiendo alcanzar una síntesis.


Sobreexcitación, abstracción y neurosis


Simmel nos hablará, asimismo, de cómo el individuo moderno inscrito en esta época trágica formaría parte de un engranaje frenético, deshumanizante y alienante en el que habría perdido su sentido de la identidad, donde, como decíamos, no podría hallar un hilo conductor o relato en el que inscribirse y a través del cual dar sentido a sus experiencias e impresiones, o un propósito a su vida. El individuo contemporáneo “se ha convertido en un mero trazo en la enorme organización de poderes y de cosas” (Simmel, 1993). Este individuo se encontraria simultáneamente sobreexcitado (por una sobreabundancia de estímulos y un ritmo de vida cada vez más acelerado) y sometido a una represión ascética de sus impulsos.

Simmel considera que el individuo puede responder de dos maneras frente a esta contradicción. O bien se des-sensibiliza y hace uso de un mecanismo adaptativo que hoy conocemos como “intelectualización”, y que consistiría en relacionarse con las personas y los eventos de forma abstracta (como si fueran meras operaciones lógicas o matemáticas) con tal de distanciarse y entumecerse emocionalmente (“nos acostumbramos a abstracciones continuas, a la indiferencia hacia lo que está espacialmente próximo y a una relación íntima con todo aquello que está espacialmente lejano” (Simmel, 1993); o bien esa alternancia constante entre la represión y la excitación de sus pasiones acaba implosionando y manifestándose en forma de agresividad o de psicopatologías (Brenna B., 2009) Es decir, o bien nos volvemos pasivos, indolentes y emocionalmente distantes, o bien nos neurotizamos. Podemos encontrar en este punto (en el intento del individuo por reprimir estas emociones e impulsos que están siendo sobreexcitados, y en cómo esta tensión puede estallar en forma de agresividad o neurosis) un cierto paralelismo con la voz moral o “superyó” de Freud, que reprime o sublima (canaliza de forma artística o intelectual) tanto las pulsiones sexuales como las agresivas.


Freud, la dialéctica del superyó y el tabú como producto cultural trágico


El psicoanálisis trata, mediante métodos como la hipnosis, la catarsis o la escritura automática, de hacer aflorar aquello que se encuentra latente en un estadio pre-racional o irracional. Mediante la terapia psicoanalítica se pretendería, entonces, suturar esa brecha creada entre la cultura subjetiva y los productos de ésta que han sido objetivados (es decir, la cultura objetiva). Pues si los objetos o productos culturales adquieren para Simmel vida propia y una lógica autónoma es precisamente porque el sujeto los fetichiza, olvida por quién y para qué fueron creados. La diferencia radica en que, para Freud, el objetivo mismo de estos productos y creaciones culturales ha sido tapar, velar su fundamento u origen irracional (la sexualidad). En cualquier caso, cerraríamos un círculo al recorrer la genealogía de estos productos culturales, de las convenciones, de los rituales, de los constructos y relaciones sociales. Comprender la función que determinados mecanismos (sublimación, identificación, ideación abstracta o intelectualización, negación, proyección) juegan en la cultura y también en nuestro psiquismo (pues estos se retroalimentan), comprender su origen y razón de ser, es para el psicoanalista el paso previo a la curación o el alivio del malestar que la cultura ha infligido en un sujeto individual.

El yo autónomo, coherente y unitario de la modernidad es para Freud una ilusión (pues el “yo” se encontrará fragmentado, condicionado por mecanismos que subyacen y escapan a su conciencia), y esta ilusión de unidad, así como esta “conciencia de sí” como algo individual y diferenciado del entorno, se produce también como un movimiento triádico y dialéctico. Tenemos un primer momento en el que el lactante no se distingue a sí mismo como un ente o sujeto diferenciado de su entorno. Un segundo momento en el que el lactante siente placer a través de sus órganos, entendiendo que forma un “todo” unitario con ellos. Más tarde siente dolor o displacer a causa de algún objeto o cuerpo externo (se cae, o choca con su cuna, por ejemplo), y entonces se da de bruces con un mundo exterior contrapuesto a él, diferenciado de él. Es así como se produce en él el principio de realidad. Pasamos de la “nada” o el “todo” (ni yo ni no-yo) al yo, y del yo (diferenciado de ese “todo”) al no-yo (el resto de ese “todo”), pero en esta fase o momento del “no-yo” se conservará de forma latente el recuerdo de un “todo” indiferenciado, y algunos productos culturales lo evocarán en el sujeto.

El principio de placer pierde su primacía en la experiencia del individuo a medida que su psiquismo evoluciona; el principio de realidad se va extendiendo. Por esta misma razón, el individuo puede dejar de priorizar la búsqueda del placer, la búsqueda de la satisfacción de los deseos, como medio para aproximarse a la felicidad, y anteponer a esta última la seguridad, la minimización del displacer y del dolor. Además, el propio hombre va corroborando, en su empeño por alcanzar la felicidad, que esta parece inalcanzable como un estado a largo plazo: “nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable” (Freud, 2017). El individuo puede acabar optando por la reclusión y el aislamiento, es decir, por reprimir, intelectualizar o sublimar sus instintos y pasiones, como un medio para evitar el dolor, más que para alcanzar la felicidad propiamente. Esta actitud ascética, que puede ser también producto del sistema de valores de una determinada cultura (una cultura que repruebe y castigue los placeres sensuales y sexuales, por ejemplo, dejando reflejado este rechazo en la conciencia moral -superyó- del individuo), generará malestar.

Podemos decir que el sentimiento de culpa está estrechamente vinculado al principio de realidad y al deseo (consciente o inconsciente) de evitar el displacer, aunque sea una operación contraproducente y en última instancia produzca un mayor malestar. Me explico. En la adquisición y refuerzo del “superyó” vemos también un movimiento dialéctico: partimos de una fuerza o autoridad externa que regula y prescribe cuáles deberán ser los comportamientos adecuados, y reprueba y castiga aquellos que son considerados inaceptables. Después, el individuo interioriza esta figura autoritaria, así como el sistema de creencias y códigos morales que de él se desprenden. Cuando el individuo, tras haber adquirido esta conciencia moral, se enfrenta a la adversidad, cuando es “castigado” por el principio de realidad, identifica este dolor o displacer con el dolor y displacer producidos por el castigo de esa autoridad, de esa figura de referencia moral (que en el núcleo familiar se correspondería con la figura paterna), y al hacer esta asociación asume que debe haber hecho algo para merecer ese dolor, lo cual refuerza su necesidad de inspeccionarse moralmente y su sentimiento de culpa. Freud considera que cuanto más virtuoso sea el individuo, mayor será su sentimiento de culpa, pues sostiene que la represión (que el virtuoso habrá puesto en práctica con tal de no incurrir en trangresiones morales) aumenta el deseo de hacer aquello que se reprime, y el superyó, a diferencia de la autoridad moral externa, no distingue entre pensamiento y obra, ni entre deseo y acto.

El superyó, esta conciencia moral culturalmente determinada, regula tanto las pulsiones sexuales (eros) como las agresivas (tanathos) y tendría su razón de ser en la necesidad de restringir y dividir las libertades, de impedir que un individuo tenga una libertad absoluta para desplegar sus impulsos libidinales y agresivos contra los demás, para poder coexistir y cooperar en sociedad. Freud nos habla de una “fase totémica” que todas las formas de organización y relación social atravesarían al llegar a un determinado estadio de su desarrollo, ilustrándola con el ejemplo de una relación intrafamiliar en la cual los hijos se reparten el poder o la autoridad que antes residía en el padre, en el cabeza de familia tiránico. El incesto pasa a ser un tabú (todo deseo incestuoso se reprime, frustra o sublima) precisamente con el fin de evitar que se produzca. Esta conciencia moral culturalmente construida y reforzada es un objeto o producto indispensable que, sin embargo, sigue persistiendo incluso en los contextos en los que no se tiene necesidad del mismo (o no hasta ese extremo), y produce malestar. En la sociedad contemporánea (y muy especialmente en la Viena victoriana en la que escribía Freud) los tabúes se habrían multiplicado, y con ellos el sentimiento de culpa y el neuroticismo.

A pesar de la centralidad que muchos atribuyen a los impulsos libidinales en la obra de Freud (probablemente por ser de los primeros autores en teorizar acerca de la sexualidad en esa línea, y por hacerlo en un contexto cultural puritano), son los impulsos agresivos, el tánathos, aquello que la cultura objetiva procuraría frustrar o sublimar con mayor urgencia. A pesar de la asfixia y el neutoricismo provocados por los tabúes sexuales en la época contemporánea, en realidad la cultura objetiva tendiría de forma natural a aproximarse al eros, al placer, como medio para alcanzar la felicidad.




REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Brenna B., Jorge E.. (2009). De la tragedia al malestar en la cultura: Georg Simmel y Sigmund Freud. Argumentos (México, D.F.), 22(60), 59-78.

Freud, S. (2017). El malestar en la cultura (Vol. 328). Ediciones Akal.

Friby, D. (1998). Georg Simmel: Primer sociólogo de la modernidad. En Modernidad y postmodernidad. (pp. 51-86). Alianza.

Simmel, G. (1933). Concepto y Tragedia de la Cultura. Revista de Occidente, (124), 36-77.

Zuluaga, J. P. G. (2007). Freud y Simmel o dos paseantes por la metrópolis moderna. Universitas philosophica, 24(48), 29-69.